El osario

Boubacar Boris Diop es un escritor senegalés, autor de El osario, una breve novela coral sobre el genocidio ruandés de 1994 y sus durísimas secuelas. ¿Se puede vivir después de un genocidio? ¿Quiénes son los muertos: los asesinados o los supervivientes? El osario es un hermoso y desgarrador relato que desciende a numerosas tinieblas sin cerrar la puerta a la redención.

El genocidio no comenzó el 6 de abril de 1994 sino en 1959 con unas pequeñas masacres a las que nadie prestaba atención. Si ocurren asesinatos políticos hoy, hay que castigar deprisa a los culpables. Si no, toda esa sangre nos va a caer encima otra vez un día u otro.

[…]

Todo esto es absolutamente increíble. Hasta las palabras ya no pueden más. Hasta las palabras ya no saben qué decir.

[…]

En el momento en que mi chófer arrancaba, recorrí con la mirada la colina de Murambi.

Mañana estaré allí. Sombras en la niebla del amanecer, frente a los árboles inmóviles. Unos gritos se elevarán hacia el cielo. No sentiré ni tristeza ni remordimientos. Serán sufrimientos atroces, cierto, pero sólo las almas débiles confunden el crimen con el castigo. En esos gritos vulgares, latirá el corazón puro de la verdad. No soy de los que temen las sombras de su propia alma. Mi única fe es la verdad. No tengo otro Dios. El lamento del ajusticiado no es más que la artimaña del diablo. Quiere obstruir el soplo del justo e impedir que se realice su voluntad.

[…]

Puesto que no han logrado deshacerse de todos los tutsi, ahora dicen: todo hutu tiene que matar. Es un segundo genocidio, mediante la destrucción de las almas esta vez. Muchos ciudadanos normales se han embarcado en ello más contentos que unas pascuas. La infamia se vuelve más viva y más colorida, aunque no por ello más soportable. Y no es fácil para todos. Hay que ver esos respetables padres de familia manos a la obra. No estaban en absoluto preparados para lo que se espera de ellos. Con lo cual, si no chillan no van a lograrlo nunca. Comprendo su extraño furor. Con todos sus gritos quieren sacar a relucir su inocencia: «No mato al Otro para apoderarme de sus bienes, no, no soy tan mezquino. Ni siquiera lo odio. Mato al Otro porque estoy completamente loco y, para demostrarlo, los suplicios que le inflijo son únicos en la historia del sufrimiento humano».

El resultado lo constituyen esas decenas de miles de cuerpos en putrefacción que cubren las calles, los templos de culto y los edificios públicos. Hay peatones que transportan a su casa sofás o televisores robados a las víctimas. Unos jóvenes circulan a toda pastilla en coches que no les pertenecen. Las bandas armadas son cada vez más numerosas y anárquicas, pero el fervor de los primeros días ha decaído. Ya no es como al principio cuando no querían comprender nada. En aquel momento, en las barreras, únicamente los más afortunados podían negociar su muerte con un interahumue. Le decían: te doy tanto dinero y a cambio me matas con un arma de fuego en vez de con un machete. Esta preocupación por la dignidad se pagaba entonces muy caro. Actualmente, los interahumue se dejan corromper muy fácilmente. Por casi nada te dejan en vida. Saben que se ha terminado. Los jefes sólo piensan ya en abandonar el país. Las barreras que no han tenido tiempo de desmantelar están casi todas desiertas. Pero de vez en cuando, en una esquina, se oyen risas y alegres aplausos. Un tutsi que acaban de descubrir por casualidad. Salió demasiado pronto de su escondite. Se lo liquida al pasar. Como un escarabajo que se aventura al centro del patio, cegado por la luz. Se lo aplasta de un talonazo sin prestar atención.

[…]

-Cuando yo era joven, así empezaron las cosas. Tras haber destruido esta casa, vais a volver a casa. De camino, algunos dirán: aquí vive un hutu. Para vengarnos, tomemos sus bienes y matemos a sus hijos. Pero después, ya no podréis parar durante años. Os quiero decir lo siguiente: habéis sufrido, pero eso no os vuelve mejores que los que os han hecho sufrir. Son personas como vosotros y como yo. El mal está en cada uno de nosotros. Yo, Simeón Habineza, repito que no sois mejores que ellos. Ahora, volved a casa y reflexionad: hay un momento en que se debe dejar de derramar sangre en un país. Cada uno debe tener la fuerza de pensar que ha llegado ese momento.

[…]

Simeón le había hecho presentir algo: un genocidio no es una historia como las demás, con un principio y un final, entre los que se desarrollan unos acontecimientos más o menos corrientes. […] No tenía intención de resignarse a la victoria definitiva de los asesinos con su silencio. […] Diría incansablemente el horror. Con palabras machete, palabras garrote, palabras erizadas de clavos, palabras desnudas y palabras cubiertas de sangre y mierda. Esto podía hacerlo, porque veía también en el genocidio de los tutsi de Ruanda una gran lección de simplicidad. Todo cronista podía aprender de él al menos -algo esencial en su arte- a llamar a los monstruos por su nombre.

[…]

Reconoció a la joven de negro.

Evidentemente no deseaba que la vieran. Al llegar a la altura de Cornelius, se inclinó, además de forma  bastante inesperada, hacia la izquierda. Apenas tuvo tiempo él de entreverle la cara de perfil.

Al contemplarla dirigirse hacia el edificio principal, se dijo que el camino que la llevaba a sus muertos no se perdía en los laberintos de la historia.

Ella misma, ¿estaba viva o muerta? Cornelius habría querido poder hacerles esta pregunta a los que, so pretexto de llevar la cuenta exacta de las víctimas del genocidio, se llenaban frenéticamente la cabeza de cifras. Un millón de víctimas. No exageremos, señor, en resumidas cuentas, hubo sólo ochocientos mil muertos en Ruanda. No, un millón doscientos mil. Muchos más. Un poco menos. Se le antojaba preguntarles dónde encajaba la mujer joven en sus gráficos. Y eso que era fácil de comprender: tras semejante historia, de todas formas, todo el mundo estaba un poco muerto. Tal vez quedara menos vida en las venas de la desconocida que entre los despojos de Murambi.

Sin embargo, la joven de negro era la sombra que la madrugada aguardaba desde hacía tiempo.

Cornelius decidió esperarla.

Debía verle el rostro, escucharle la voz. No tenía ninguna razón para esconderse y él tenía el deber de mantenerse lo más cerca posible de todos los dolores. Quería decir a la joven de negro -como más adelante a los hijos de Zakya- que los muertos de Murambi hacían sueños, ellos también, y que su más ardiente deseo era la resurrección de los vivos.

Boubacar Boris Diop: El osario (Editorial Casiopea)

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Esta entrada fue publicada el agosto 9, 2010 a las 8:37 am. Se guardó como Lecturas, Narrativa y etiquetado como , , , . Añadir a marcadores el enlace permanente. Sigue todos los comentarios aquí gracias a la fuente RSS para esta entrada.

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