Trazar y representar fronteras se topa con la máxima dificultad allí donde territorio estatal, etnia, lengua y cultura no se superponen: y, fuera de los Estados nacionales puros de Europa occidental, como Francia e Inglaterra, eso era la regla por doquier.
Como siempre, la vida es más compleja que las formas de representación de que uno dispone.
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Es a través del mundo islámico como regresó a la Europa cristiana un conocimiento geográfico de los antiguos en gran parte perdido, y en buena medida precisamente por allí donde islam y cristiandad se enfrentaban más fecundamente, la Península Ibérica; y no por azar a través de quienes hacían de mediadores en el comercio entre ambos mundos, los judíos españoles. No es azar que esa zona fronteriza y de intercambio islámico-judeo-cristiana se convirtiera en centro de la moderna cartografía europea y punto de partida de las singladuras y descubrimientos modernos.[…]
En tanto figuran el mundo desde un ángulo de visión determinado y se interesan por un determinado objeto, los mapas son a la vez documentos de poder y dominio: gire el mundo en torno a Babilonia, a Roma o al Imperio del Centro, la figuración cartográfica siempre implica una decisión acerca del centro y periferia, poder y marginalidad.
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Las catástrofes son el marco ideal para fijar imágenes por siempre. Es como si se cortara el aliento o se parara la película. Las catástrofes, personales o colectivas, siempre dejan tras de sí erráticos paisajes de memoria.
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[citando a Hessel] «Callejear es una especie de lectura de las calles donde caras, escaparates y vitrinas, terrazas, vías, coches, árboles, todo se convierte con igual derecho en letras que juntas producen palabras, frases y párrafos de un libro siempre nuevo. Para callejear como es debido no vale tener en la cabeza nada demasiado definido». Quien quiera ser «sacerdote del genius loci», como lo expresara Benjamin, tiene al menos que exponerse al «magnetismo del lugar», y correr los riesgos que se corren cuando no hay plan ni programa definido. El camino del flâneur es antes rodeo que camino, y consigue su orientación más segura de lo indefinido.
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Quien ve muertos se las ha de ver con muertos, no con un principio de muerte; quien ve torturados se las ha de ver con verdugos y no con el mal en sí; quien ve ruinas ha de seguir el rastro de la corrosión, de la descomposición que las trajo, no simplemente el de una ley suprahistórica del tiempo. No hemos resistido las imágenes y nos hemos escabullido allí donde todo pasa más mullido y llevadero: al cielo de los principios sobre el que se puede tener una tertulia eterna, discutir, tener sus batallitas. Pero las batallas en que uno arriesga el cuello y la cabeza no se encuentran en el cielo de las ideas. Por eso muchos libros son tan gordos y abarcan tanto, porque se dedican a dar rodeos, porque evitan llamar a las cosas por su nombre. De haber fiado en nuestros ojos, sostenido la mirada al horror del siglo XX, habríamos puesto menos empeño en discursos evasivos. Resistir imágenes, mirarles a los ojos, es una actitud epistemológica valiente, y no una consigna de resistencia.
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En el peor de los casos las ciudades son lugares donde desviar, derivar, fragmentar y hacer inocuas descomunales energías vitales; en el mejor, formas de acrecentarlas y cultivarlas. Por lo general tienen algo de las dos cosas. Merece la pena considerar las formas de vida urbana en común desde ese punto de vista, la domesticación del proceso de reproducción social. Donde se dan todas las gradaciones: lucha por la supervivencia, domesticación de la vida, lucha por la vida, despliegue de la vida, una cultura de la vida desarrollada, destrucción y autodestrucción en formas fantaseadas. Fantasías y pesadillas urbanas.
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Cultura es muerte de algo.
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No hay poder tan riguroso redefiniendo como la revolución. No hay esquina o plazuela que se le escape. Y no hay época más fundamentalista a la hora de eliminar huellas que la siguiente a la caída de algún imperio de mil años. Hacer limpieza se convierte por un momento en acción capital y de Estado. Ejércitos enteros de barrenderos y fregonas se ponen en marcha para arrancar ornamentos y derribar águilas de alas desplegadas de los frontones de edificios gigantescos. En el comercio de objetos de devoción no tardan en subir los precios de algunos que hace nada aún había para dar y regalar. Derrumbamientos y revoluciones dejan tras de sí montañas de escombro y basura, pues hay que vaciar una época entera: placas con nombres de calle que ya no son oportunos, mapas de ciudades o países con fronteras en adelante erróneas, montañas de libros con los nombres de autores retados de la circulación que ya no son un buen partido. Derrumbaiento histórico y basura, revolucionarios y anticuarios: sería un gran tema para entender la apropiación de la historia, la formación de tradición, cómo se funda y protege la continuidad.
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En una sociedad revolucionaria que sólo debe mirar hacia delante, en que el desarraigo es presupuesto de la fuga hacia delante, borrar las huellas es fundamental para el poder. […] La revolución de Stalin tenía que ahogar el conocimiento del mundo ruso anterior y a los portadores de ese saber, la antigua inteligencia rusa. Sólo una sociedad desarraigada en todos los aspectos y una cultura que haya perdido su compostura podrían seguir a un Stalin. Si es que lo nuevo había de imponerse, las huellas tenían que ser borradas, y hacerse inofensivos a todos aquellos que supieran leerlas y seguirlas.
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No se puede dejar a las víctimas más de media hora como máximo para ser deportados, de lo contrario dan en pensar que hacer para oponerse; no debe concedérseles más de veinte minutos para empaquetar cuatro cosas y un recuerdo. La accíon relámapgo, la puerta abajo, el proyector cegador y el ladrido agresivo son condiciones ideales de irrupción para vencer el componente de inercia. Quien ha creado una situación de terror, de sálvese quien pueda, ya tiene todo medio ganado. […]
Los deportados sólo alcanzan a ver el entorno inmediato, y a veces ni eso […] la visión de conjunto de lo que sucede la tienen los que deportan, los expertos en población y despoblación, los especialistas en reasentamientos, los logísticos de la expulsión. Ellos son quienes organizan intelectualmente la disolución de la antigua situación y la instauración de la nueva. […]
El camino lleva desde el espacio que los grandes imperios dejaron tras de así al espacio de la posguerra depurado por guerra, genocidio, reasentamientos y expulsiones. Aquél es heterogéneo, fragmentario, multicolor y moteado como piel de tigre, éste alineado, racionalizado, homogéneo, monocromo, en el mejor de los casos blanco y negro. […]
Desde una determinada perspectiva se volvió importante de golpe, hasta ser cuestión de vida o muerte, qué creencia se profesaba, qué lengua se hablaba y a qué pueblo se pertenecía. […] Sólo se precisaba el momento propicio y la ocasión acertada. La Gran Guerra de 1914 a 1918 se convirtió en catalizador de la descomposición del tapiz entero. Más de treinta años fueron necesarios para llevar a cabo el trabajo de la «nueva ordenación» de Europa. De la Gran Guerra había surgido un panorama en el que más de una docena de pueblos habían conseguido finalmente Estado propio, pero otros tantos se encontraban ahora allende las fronteras de su Estado y excluidos de él. Una Europa de minorías, de expectativas y pretensiones incumplidas, de tensiones irresueltas, agravios añadidos y cuentas por saldar, irredentismos y revanchismos. Maravilloso campo de maniobras para cuantos se proponían atizar conflictos porque el conflicto daba impulso a su movimiento y se había convertido así en su más importante fuerza impulsora y la más importante fuente de su propia importancia y significación. […]
Ser políglota es en ese mapa de la vieja Europa condición de supervivencia, no menos para el ama de casa que para el empleado de banca. Pero un decenio después apenas queda nada de todo eso, y de las metrópolis políglotas de la Centroeuropa oriental habrán desaparecido lenguajes que se habían odío y hablado allí durante generaciones. Hasta entonces cada quien había vivido en su mundo, sabedor sin embargo de que había otro totalmente distinto quizás a una calle de allí. También eso tocará a su fin poco más tarde, cuando las sinagogas sean entregadas a las llamas o reutilizadas como almacenes. Hasta entonces cada quien había alabado a su dios, sabedor sin embargo de que podía honrarse también a otro. Antes de ser borrada por los radicalismos, Europa había vivido perfectamente con un relativismo que no era credo teórico sino hábito de vida. […]
Pero no hay desenredo que no traiga enredos nuevos. Unmixing Europe es siempre a la vez remixing Europe.
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La nueva Europa Oriental se caracteriza por una crasa yuxtaposición, por una «sincronía de lo asincrónico» verdaderamente de lámina: el siglo XXI junto al XVIII. Ésas son las zonas de conflicto del futuro, donde se acumula odio y se descarga por lo militar, mucho más allá de ese clash of civilizations que se quiere surgido de diferencias culturales y confesionales. No deberíamos trastrocar los escenarios del imperio nuevo con los de imperios perecidos, y sí capacitarnos para el presente. Europa está en transición, pero no de A a B como creen saber muchas gentes sesudas, sino de una situación antigua que todos conocemos a otra que no conocemos, ni en el Este ni en el Oeste.
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La Unión Europea es una parte, no el todo. No representa a todos, sino a sí misma: el resultado más significativo y enorgullecedor de la organización política de Europa, un modelo, un polo de atracción y cohesión que no puede excluirse del juego. Se define como alianza política y de valores, pero debería dejar de excluir de uropa a todo aquello que no es miembro suyo, o no todavía. Compete a Brusela decidir quién forma parte del club, pero no dictaminar si Cracovia, Petersbrugo, Bucarest o Kiev son ciudades europeas. […] Una UE que se tenga por Europa es provinciana. Una UE que se haga medida de lo europeo sin más es limitada y antieuropea. «El Oeste» mismo tiene que capacitarse y acreditarse como europeo. También la Europa del Oeste ha estado separada por largo tiempo de la historia europea, del contexto de vida y experiencia llamado Europa.
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Europa no sólo fue la zona de tierra quemada y el asesinato de los judíos, sino el continente de una variedad nunca vista y una riqueza inabarcable. No cabe alcanzar una viva inspiración para la Europa nueva sin dejarse inspirar por su riqueza y belleza. No crece Europa en primer término del miedo o la defensa ante una amenaza, sino por ser algo, y figurarlo. No es sólo su políglota literatura, sus lenguas y su arte, sino en particular su paisaje y las ciudades que se alzan en él. A esos paisajes se les sigue notando hasta hoy que lo han sido de más de un pueblo a la vez, y a veces aún lo son en vestigios que son resultado de complicadas mezclas y aluviones sólo aquí sucedidos, que representan microcosmos culturales cuya policromía sólo puede encontrarse por lo demás en las ciudades del Nuevo Mundo. […] es preciso insistir en cuán rica ha sido Europa antes de su violenta depuración y cribado para conseguir así un punto de partida hacia lo que Europa puede llevar a cabo. […] Sólo se puede tener buena conciencia y plena convicción de Europa cuando se sabe algo de su riqueza y belleza.
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De alguna manera el discurso del sistema se ha perdido. Durante decenios ha funcionado como punto de referencia que no precisaba explicación. Uno sabía dónde estaba. El sistema lo aclaraba todo, casi todo. Había arriba y abajo, un mecanismo de legitimación y deslegitimación, de consenso, de conflicto, de reproducción de élites, sistemas y subsistemas. Uno podía hacer responsable al sistema. El sistema era actor y agente. El mundo estaba dominado por sistemas en conflicto. En algún momento, ese sólido discurso del sistema se licuó. Volvió a hablarse de Estados, países, tierras, pueblos o sociedades en particular. Todos los casos volvieron a ser particulares. Todo concreto, singular, diferencial, complicado y complejo.
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La ciudad se ha retraído al interior de centros comerciales, malls herederos de los pasajes. Mike Davis lo formula casi como Adorno cuando dice: «En último término los intereses de arquitectura actual y policía coinciden con la mayor claridad allí donde se trata de controlar multitudes humanas. Como hemos visto, los planificadores de centros comerciales y espacios pseudopúblicos abordan la cuestión de las multitudes homogeneizándolas. Construyen corraleras arquitectónicas y semióticas para filtrar personas no deseadas. A los demás se les arrea adentro y se dirigen sus movimientos con brutalidad conductista. Les seducen con toda clase de señuelos visuales, les arrullan con musicajos y les perfuman con aromatizadores imperceptibles. Cuando esa partitura esquineriana está bien dirigida surge una sinfonía de la compra en toda regla con mónadas bulliciosas y consumidoras que se mueven de caja en caja». Cada vez se hacen más raros los puntos «donde pueda florecer la heteroglosia, es decir, mezclarse y tener trato, al menos relativo, punkies de Chinatown, skinheads de Glendale, lowriders de Boyle Hights, chicas del Valley, parejas de diseño de las Marinas, rapper de las Slauson Avenue, sin techo del Skid Row y mirones ociosos del Middlewest«. Sólo en unos pocos puntos aparece aún multitud, pueblo sin separar.
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En L.A. se junta todo: la América anglosajona y la América latina, la protestante y la católica, la judía, la negra, la asiática y muchas otras aún. L.A. es una ciudad en Estados Unidos, pero propiamente un lugar de producción sin nacionalidad definida -un tercio de las empresas del Orange County son internacionales-, una confederación de ciudades en relación directa con el mundo, un ejemplo de la desterritorialización de Estados Unidos mismo (Robert Kaplan). México llega hasta East Los Angeles, y Asia, hasta el Monterey Park. La geografía de zonas urbanas de Los Ángeles remodela el mapa del mundo, «de manera que El Salvador linda con Corea, Armenia con Tailandia, Samoa con Belice y Luisiana con Jalisco. Puede albergarse tanto un potencial interculturalismo como nunca se pudo esperar como tendencias a una brutal microbalcanización».
Quien viaje por el área metropolitana de Los Ángeles lo hace por el mapa del mundo del siglo XXI.
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Callejear como flâneur es una forma de conocimiento, un modo específico de moverse y descubrir. Hace mucho que los historiadores han expulsado a la posibilidad cognoscitiva del movimiento, del viaje, al terreno de lo privado, turístico, banal, sacrificándolo en cuanto forma avanzada de familiarizarse con el mundo, del mirar que indaga y el indagar que mira. En el oficio docente e investigados han rebajado la excursión a experimento de dinámica de grupos junto a la hoguera. Para la mayoría de quienes tan alto tienen a Franz Hessel o Walter Benjamin, el vagabundeo es sólo metáfora. Que «leer ciudades» sea algo así como «leer textos» es malentendido fatal, aunque ciertamente cómodo. Leer ciudades exige esfuerzos muy otros, ante todo una operación intelectual: salir, ponerse en marcha y descender del alto sitial de la lectura. Correr el riesgo de perder la visión del conjunto. El flaneur sigue a la ciudad, ella sabe y puede más. Ciudades y lugares son duros. Allí se entera uno de algo acerca del poder, pero sobre todo, de los límites de toda construcción conceptual.
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El tema capital, en torno al que todo gira aquí, es la posibilidad de una gran narración tras el final de la gran narrativa. Estoy convencido de que la hay, porque narrar es la forma en que seres humanos se representan e interpretan el mundo. Las formas expositivas de la historiografía, excepciones a un lado, se han quedado rezagadas respecto a la época. Son decimonónicas cuando ya vivimos en el XXI. Quizás esto sea injusto. Pero me parece que sencillamente no podemos exponer lo que queremos si nos atenemos a una narrativa de tiempos del evolucionismo y del llamado «siglo XIX prolongado». Tenemos que probar narrativas nuevas que tengan en cuenta rupturas, catástrofes, cataratas y cataclismos. La escritura de historia que se refiera al siglo XX tiene que tomar nota del choque, de la yuxtaposición de tiempos más cruda que cabe concebir, de la sincronía de lo asincrónico. Se trata de rupturas, cesuras, choques, discontinuidades, cortes. Es la narrativa de la simultaneidad. Los medios expositivos hallados en literatura, cine, pintura y arte llegan mucho más lejos que los de los historiadores. En muchos de sus trechos el siglo de los asesinatos en masa, los genocidios, las expulsiones y huidas en masa, se trata como corresponde en el lenguaje de las víctimas o también de los verdugos, los criminales de despacho y los contables de la muerte, pero a menudo también en el lenguaje contemplativo de un victorianismo que aún no podía ni figurarse los horrores del siglo XX. No se pueden construir o cavilar los métodos de esa narrativa, se desprenden del trabajo sobre el terreno, de darse una vuelta por el escenario y mirar campos de ruinas y de batallas. […] Sólo una cosa es segura: que es preciso entrar de una vez en el lugar en que todo pasa. Entonces se encuentran caminos y rodeos como por sí solos.
En el espacio leemos el tiempo
24 Ene
Esta entrada fue publicada el enero 24, 2010 a las 10:49 pm. Se guardó como Ensayo, Lecturas y etiquetado como En el espacio leemos el tiempo, espacio, geografía, historia, Karl Schlögel, tiempo.
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