Un domingo en la piscina en Kigali

El habitante de las colinas desconfía del forastero. Vive aislado y no conoce amigo ni enemigo. Entonces se toma su tiempo para averiguar si lo es o no y entretanto finge. A menudo tarda una vida entera y no llega a decir lo que piensa hasta su lecho de muerte. Así ocurre que a veces en este país, después de años de un trato de zalemas, de regalos y alegres conversaciones, un blanco se entera de que nunca se le ha tenido en aprecio. Los blancos afirman que Ruanda-Urundi es el reino de los mentirosos y los hipócritas. No entienden nada de la inseguridad del hombre de las colinas. Los blancos tienen fusiles, los negros tienen pensamientos secretos.

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Un domingo en la piscina en Kigali - Gil Courtemanche

-Tus hijos y los hijos de tus hijos, mientras vivan en el país de las colinas, deberán cambiar de piel como serpientes y de color como los camaleones. Siempre deberán volar en la misma dirección que sople el viento y nadar según la corriente. Serán lo que no son; si no lo hacen, sufrirán por ser lo que son.

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Desde el balcón de la habitación 314, encaramada a la colina más alta de Kigali, el alma satisfecha de sí misma fácilmente puede creerse llegada al paraíso cuando sobrevuela esas nubes deshilachadas que tapan los miles de lamparillas de aceite encendidas, los recién nacidos y los viejos que limpian sus pulmones escupiendo, los braseros que apestan el aire y el sorgo o el maíz cociéndose. Esta bruma que poco a poco adquiere todos los colores del arco iris actúa como un cojín protector en tecnicolor, un fitro que solo deja atravesar sombras de la verdadera vida, destellos y rumores fugaces. Así es, piensa, como Dios debe de ver y oír nuestro hormigueo incesante. Como a través de una pantalla gigantesca de cine con sonido Dolby cuadrafónico. Bebiendo algún tipo de hidromiel y picoteando palomitas celestes. Espectador interesado pero distante. Así es como los blancos del hotel, diosecillos instantáneos, oyen y adivinan a África. Desde bastante cerca como para hablar e incluso escribir sobre ella, pero al mismo tiempo tan aislados en sus ordenadores portátiles, sus Toyota climatizados y en sus habitaciones asépticas, tan rodeados de negritos en cura de blanqueo, que creen negro el olor de las pomadas baratas y de los perfumes de la tienda libre de impuestos de Nairobi.

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Su madre no le miraba. Ella era la única persona en toda la colina que sabía que su hijo padecía «la enfermedad». No sentía vergüenza, eso no, pero no quería preocuparse de los chismes, del rechazo, de los juicios y del desprecio. Si Méthode moría de una enfermedad vergonzosa era porque había nacido en la vergüenza. La vergüenza de la pobreza, de la discriminación, de la universidad prohibida, de la beca denegada, de la tierra y de la casa tan exiguas que muy pronto se vio obligado a abandonarlas en dirección a la ciudad, la vergüenza de la boda imposible a causa de la pobreza y de la penuria del alojamiento, y luego una puta a cambio de una brocheta y una cerveza, una puta para olvidar la prisión y el miedo, una puta para un goce breve y rápido, eso no es ningún pecado, es un simulacro de la felicidad. Eso pensaba la madre mientras movía los labios murmurando lo que debían de ser plegarias. Y por otro lado, morir a los treinta y dos años o a los cuarenta en una matanza ejecutada por soldados borrachos, o a los cuarenta y dos enfermo de malaria o a los cincuenta y cinco, como tenía ella, de cansancio y de tristeza… ¿qué diferencia había en realidad? «Morir no es ningún pecado», es todo cuanto consiguió decir, y apoyó con ternura su otra mano sobre la frente brillante de su hijo, que cerró los ojos y dejó correr la última lágrima. La última lágrima es la entrada de la muerte.

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El quería enseñarle al hombre blanco que sólo se podía vivir sabiendo que uno se iba a morir. Aquí, uno se muere porque es normal morir. Vivir mucho tiempo no es lo normal.

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¡Qué idiota soy! Es necesario que haya diez mil muertos africanos para que un blanco, por progresista que sea, pestañee. Ni siquiera diez mil es suficiente. Y además no son muertes hermosas sino de las que avergüenzan a la humanidad. No se enseñan los cadáveres despedazados por los hombres y comidos por los carroñeros y los perros salvajes. Pero las tristes víctimas de la sequía, los vientres hinchados, los ojos más grandes que la pantalla, los niños trágicos de la hambruna y de los elementos, eso sí puede conmoverlos. Y entonces se forman comités, y los humanitarios actúan y se movilizan. Afluyen los donativos. Los niños ricos, animados por sus padres, rompen la hucha. Los gobiernos, al percibir como sopla el viento cálido de la solidaridad popular, se embrollan hablando de ayuda humanitaria. Pero cuando son hombres como nosotros los que matan a otros hombres como nosotros y lo hacen con toda la brutalidad de la que son capaces, con los medios a su alcance, entonces se ponen una venda en los ojos.

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La trampa… Pensar que es inevitable, que todo esto obedece a la naturaleza de la sociedad o del país o del ser humano… No ver que algunos hombres deciden toda la violencia y que, si no la planifican, sí crean las condiones para que tenga lugar… Desarrollar el ejemplo del sida, que es una consecuencia de la pobreza… Las mujeres repudiadas están condenadas a la prostitución ocasional para alimentar a sus hijos porque ellas ya no tienen acceso a la tierra ni a la propiedad… No solamente se trata del comportamiento sexual africano, aunque sí sea un factor… […] Vuelvo a mi oficio: intentar contar qué se esconde detrás  de los espantajos, los monstruos, las caricaturas, los símbolos, las banderas, los uniformes, las grandes declararciones que nos adormecen con sus buenas intenciones. Intentar nombrar a los auténticos asesinos que están sentados en los despachos del palacio presidencial o en la embajada de Francia. Ésos son los que elaboran las listas y dan las directivas, los que financian las operaciones y distribuyen las armas.

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Le contó que cada vez que follaba con una blanca, y eran tantas las que paseaban sus cuerpos inseguros, sus deseos disimulados y su fascinación por el negro bárbaro y potente… cada vez se vengaba del hecho de ser para las señoras un chico de piscina y simple objeto de deseo sexual. Se vengaba también de ser negro. Con las blancas se comportaba como ellas soñaban que lo hiciese, como un bruto, ya que él no era verdaderamente humano. Las mujeres blancas aullaban como animales, por fin a su nivel, y pedían más, como si desearan que él las humillara aún más, que él las transformara en carne pura e insaciada, vaciada de la conciencia y de toda dignidad.

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Salgo de otro horror -anotó en su libreta-: lo horrible no es la muerte, sino  la farsa que se construye a su alrededor

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Él no era el más indicado para darle consejos a aquella mujer feliz que, en aquel país, se metía en todos los líos casi por las mismas razones, por puro y devorador afán de vivir en lugar de hablar de la vida que podría tener. Cada momento robado al miedo es un paraíso.

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-Pongamos que tengo el sida. Tengo que insistir para que mis clientes se pongan el condón, ¿no? Digamos que todos se lo ponen, de todos modos yo caeré enferma en seguida,¿no? Y empiezo a adelgazar, como tú me has contado. Tengo diarrea y fiebre, y luego a lo mejor tuberculosis y hongos en la boca. Bueno, la tuberculosis puedo curarla porque los medicamentos son gratuitos. Los hongos también si tomo Nizoral, que me cuesta quince clientes. Pero no me curo del todo. Los hongos vuelven a salir y vuelvo a tener fiebre, y los pechos empezarán a colgarme como hojas marchitas,  ¿no es verdad, Élise? Me has contado que hay medicamentos que los ricos pueden pagar en tu tierra para controlar la enfermedad. Entonces, yo me hago dos o tres mil clientes al año para conseguir esos medicamentos. ¿Te imaginas dos o tres mil enfermedades para curar sólo una? No para curarme, sólo para morirme durante mucho más tiempo, para morir dignamente como tú dices. Pero morir es morir. Todos vosotros estáis aquí como ángeles inmortales que nos llevan de la mano hasta el ataúd. Yo no os necesito para morir. […] Si soy seropositiva, me muero. Si soy seronegativa, me muero. Vosotros os dedicáis a mirarnos, tomáis notas, hacéis informes y escribís artículos. Mientras nosotros nos morimos bajo vuestra mirada atenta, vosotros vivís, vosotros prosperáis. Os quiero bastante, pero ¿no tenéis la impresión a veces de que vivís de nuestra muerte?

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La gente posee un poco el alma de su paisaje y de su clima. Los del mar son como las corrientes y mareas. Van y vienen, descubren múltiples orillas. Sus palabras y sus amores imitan al agua, que se desliza entre los dedos sin detenerse nunca. La gente de la montaña ha luchado contra ella para instalarse en sus laderas. Una vez conquistada, la protegen y aquel que se acerca desde lejos por el valle bien puede considerarse enemigo. Los habitantes de la colina se observan largo rato antes de saludarse. Se estudian, luego se amansan lentamente, pero cuando bajan la guardia o dan su palabra se muestran sólidos como su montaña en el compromiso adquirido.

[…]

Valcourt envidiaba a los que tenían fe, para quienes la muerte abre las puertas del cielo y de todas las recompensas. Sin embargo, en realidad, a su manera, él también rezaba. […] Dios no existe, pero merece que nos mostremos ante su Palabra.

[…]

Gentille y Valcourt hicieron el amor largamente, mansamente; no fue un encuentro apasionado sino como si dos cuerpos de agua se encontrasen y se fundiesen, perdiendo al ritmo de la corriente su color original. Ya no pertenecían al tiempo ni al país de las mil colinas. Durante unas horas vivieron en otro lugar. Y el sueño en el que cayeron al ritmo de la respiración de su hija era solamente otro lugar donde ellos resplandecían.

Gil Courtemanche: Un domingo en la piscina en Kigali (Emecé Editores)

Actualizado 25/11/2010: Traducido por Maria José Furio

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Esta entrada fue publicada el noviembre 22, 2009 a las 6:36 pm. Se guardó como Lecturas, Narrativa y etiquetado como , , , , , , , . Añadir a marcadores el enlace permanente. Sigue todos los comentarios aquí gracias a la fuente RSS para esta entrada.

6 pensamientos en “Un domingo en la piscina en Kigali

  1. Summer"68 en dijo:

    Una denuncia que todo el mundo debe leer, la planificación de un genocidio más, de la propagación del VIH-SIDA, la rivalidad implantada durante años por los europeos en África que al ver las consecuencias huyen aterrados por una ola brutal de violencia de cual jamás asumirán ninguna responsabilidad, también es una historia de dignidad, de resistencia, relatada por supervivientes y acecinados a través de la mirada de un hombre más, una mezcla entre documento periodístico, novela y anecdotario Courtemanche desea que el mundo sepa lo sucedido, que nunca se olvide para que un día, del que aun no tenemos noticia esto no vuelva a pasar

  2. Summer"68 en dijo:

    fe de erratas : asesinados 🙂 😦

  3. Hola,

    creo que deberías mencionar el nombre de la traductora, que en este caso soy yo.
    María José Furió Sancho.
    Son largas horas de trabajo para ofrecer un texto presentable, no son espíritus ni máquinas quienes se encargan de dar las versiones en idiomas distintos del francés.

    cordiales saludos,

    María José fs.

  4. Muchas gracias, Antonio, y que disfrutes de felices viajes

  5. Pingback: Un domingo en la piscina en Kigali, de Gil Courtemanche | Mis traducciones – María José Furió

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