Tokio blues. Norwegian Wood

Me lleva tiempo evocar su rostro. Y conforme vayan pasando los años, más tiempo me llevará. Es triste, pero cierto. Al principio era capaz de recordarla en cinco segundos, luego éstos se convirtieron en diez, en treinta segundos, en un minuto. El tiempo fue alargándose paulatinamente, igual que las sombras en el crepúsculo. Puede que pronto su rostro desaparezca absorbido por las tinieblas de la noche. Sí, es cierto. Mi memoria se está distanciando del lugar donde se hallaba Naoko. De la misma forma que se está distanciando del lugar donde estaba mi yo de entonces. Sólo el paisaje, aquella imagen del prado en octubre, vuelve una y otra vez a mi mente como la escena simbólica de una película.

[…]

La memoria es algo extraño. Mientras estuve allí, apenas presté atención al paisaje. No me pareció que tuviera nada de particular y jamás hubiera sospechado que, dieciocho años después, me acordaría de él en sus pequeños detalles. A decir verdad, en aquella época a mí me importaba muy poco el paisaje. Pensaba en mí, pensaba en la hermosa mujer que caminaba a mi lado, pensaba en ella y en mí, y luego volvía a pensar en mí. Estaba en una edad en que, mirara lo que mirase, sintiera lo que sintiese, pensara lo que pensase, al final, como un bumerang, todo volvía al mismo punto de partida: yo. Además, estaba enamorado, y aquel amor me había conducido a una situación extremadamente complicada. No, no estaba en disposición de admirar el paisaje que me rodeaba.

Sin embargo, ahora la primera imagen que se perfila en mi memoria es la de aquel prado. El olor de la hierba, el viento gélido, la cresta de las montañas, el ladrido de un perro. Esto es lo primero que recuerdo. Con tanta nitidez que tengo la impresión de que, si alargara la mano, podría calcarlos, uno tras otro, con la punta del dedo. Pero este paisaje está desierto. No hay nadie. No está Naoko, ni estoy yo. «¿Adónde hemos ido?», pienso. «¿Cómo ha podido ocurrir una cosa así? Todo lo que parecía tener más valor –ella, mi yo de entonces, nuestro mundo–, ¿adónde ha ido a parar todo eso?». Lo cierto es que ya no recuerdo el rostro de Naoko. Conservo un decorado sin personajes.

[…]

Pero lo cierto es que mi memoria se ha ido alejando de aquel prado y son ya muchas las cosas que he olvidado. Al escribir así, resiguiendo mis recuerdos, a menudo me asalta una inseguridad terrible. ¿No estaré olvidando la parte más importante? ¿Acaso no existe en mi cuerpo una especie de limbo de la memoria donde todos los recuerdos cruciales van acumulándose y convirtiéndose en lodo?Esto es cuanto puedo conseguir por ahora: asir con fuerza dentro de mi pecho unos recuerdos incompletos que ya han palidecido y siguen palideciendo a cada instante que pasa, y escribir estas líneas con la desesperación de un hombre que va chupándose la médula de los huesos. Ésta es la única forma de mantener la promesa que le hice a Naoko.

Tiempo atrás, cuando todavía era joven y mis recuerdos eran mucho más nítidos que ahora, intenté escribir varias veces sobre Naoko. Pero entonces fui incapaz de escribir una sola línea. Era consciente de que una vez brotara la primera frase, las restantes fluirían espontáneamente, pero ésta jamás brotó. Todo era demasiado nítido, y yo nunca supe cómo moldearlo. El mapa más detallado puede no servirnos en algunas ocasiones por esta misma razón. Pero ahora lo sé. En definitiva –así lo creo–, lo único que puedo verter en este receptáculo imperfecto que es un texto son recuerdos imperfectos, pensamientos imperfectos. Y cuanto más ha ido palideciendo el recuerdo de Naoko, más capaz he sido de comprenderla. Ahora sé por qué me pidió que no la olvidara. Por supuesto, ella intuía que mi memoria iría borrándose algún día. Por eso me lo pidió: «No me olvides nunca. Recuerda que he existido».

Este pensamiento me llena de una tristeza insoportable. Porque Naoko jamás me amó.

[…]

-Lo que nos hace personas normales es saber que no somos normales -reflexionó Reiko.

[…]

[sobre Eurípides] La característica de su obra radica en que hay diferentes cosas que se van complicando las unas con las otras hasta que cualquier movimiento se hace imposible. Salen muchos personajes, cada uno con sus propias circunstancias, razones y quejas, todos persiguiendo, a su modo, la justicia y la felicidad. Por ello, todos acaban encontrándose en un callejón sin salida. Lógico, ¿no le parece? Es imposible que prevalezca la idea de justicia, que todos alcancen la felicidad. Y se produce el inevitable caos. ¿Entonces qué cree usted que sucede? En realidad, algo muy simple. Al final aparece un dios. Y controla el tráfico. Tú vas para allá, tú te quedas aquí. Tú te juntas con aquél, tú te quedas aquí un rato quieto. Todo se resuelve. A esto se le llama deus ex machina. En las obras de Eurípides suele aparecer casi siempre un deus ex machina, y sobre este punto la crítica está dividida.

¡Sería tan cómodo que existiera un deus ex machina en el mundo real! ¿No le parece? Cuando alguien pensara: “¿Y ahora qué hago? ¡Estoy atrapado!”, un dios bajaría deslizándose desde lo alto y lo resolvería todo. Nada podría ser más fácil. En fin, esto es Historia del Teatro II. Éstas son las cosas que estudiamos en la universidad.

[..]

«¿Cuántas decenas, no, centenares de domingos como éste me quedan por vivir?», me pregunté. «Domingos tranquilos, apacibles y solitarios», dije en voz alta. Los domingos no me doy cuerda.

[…]

Cuando murió Kizuki aprendí una cosa. Quizá me resigné a hacerla mía: “La muerte no se opone a la vida, la muerte está incluida en nuestra vida”.

Es una realidad. Mientras vivimos, vamos criando la muerte al mismo tiempo. Pero ésta es solo una parte de la verdad que debemos conocer. La muerte de Naoko me lo enseñó. Me dije: “El conocimiento de la verdad no alivia la tristeza que sentimos al perder a un ser querido. Ni la verdad, ni la sinceridad, ni la fuerza, ni el cariño son capaces de curar esta tristeza. Lo único que puede hacerse es atravesar este dolor esperando aprender algo de él, aunque todo lo que uno haya aprendido no le sirva para nada la próxima vez que la tristeza lo visite de improviso”. Pensé en ello, noche tras noche, en mi soledad, oyendo el ruido de las olas y el rugido del viento. Vacié muchas botellas de whisky, mordisqueé pan, bebí agua de la petaca en mi larga marcha hacia el oeste, con la mochila dando bandazos a mi espalda y el pelo lleno de arena…, día tras día de aquel principio de otoño.

[…]

«¡Vaya, Kizuki! Al final has conseguido a Naoko, ¿eh? Al principio ella fue tuya. Quizás es allí adonde ella debía ir. Pero, en este mundo imperfecto de los vivos, he hecho todo lo posible por ella. He intentado empezar una nueva vida con ella. En fin… Tú ganas. Te la cedo. Ella te ha elegido. Se ha ahorcado en lo más profundo de un bosque tan oscuro como su mente. Kizuki, hace tiempo arrastraste una parte de mí hacia el mundo de los muertos. Y ahora es Naoko quien arrastra otra parte. A veces me siento como el portero de un museo. Un museo vacío, desierto, que ya nadie visita. Y yo lo custodio exclusivamente para mí.»

Haruki Murakami: Tokio Blues. Norwegian Wood (Tusquets)

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Esta entrada fue publicada el julio 6, 2009 a las 10:00 am. Se guardó como Lecturas, Narrativa y etiquetado como , , . Añadir a marcadores el enlace permanente. Sigue todos los comentarios aquí gracias a la fuente RSS para esta entrada.

3 pensamientos en “Tokio blues. Norwegian Wood

  1. Roberto en dijo:

    Me lo apunto. Me leí hace nada «Kafka en la Orilla». Me encantó (y te recuerdo que soy de los que se leyó «Postales desde la tumba», de Emir Suljavic, así que en cuanto a gustos parece que mochamos parejo 😉

    • Bueno, confieso que Postales desde la tumba me puso los pelos de punta y Murakami no llegó a tanto. Pero es una lectura estupenda, sin duda… para comentar con unas birras por delante, claro 😉

  2. Murakami es un genio, a mi me llega. Muchas frases tristemente ciertas, que pueden darse en tu vida. ¿Un Dios? Ese Dios eres TU mismo

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