Sólo sabía que el niño era su garantía. Y dijo: Si él no es la palabra de Dios Dios no ha hablado nunca.
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El chico se tambaleaba sentado. El hombre vigiló que no se venciera hacia las llamas. Hizo unos hoyos en la arena para acomodar las caderas y los hombros del chico cuando se acostara y se sentó abrazándolo mientras le alborotaba el pelo delante de la lumbre para secárselo. Todo ello como en un antiguo ungimiento. Que así sea. Evoca las formas. Cuando no tengas nada más inventa ceremonias e infúndeles vida.
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Al día siguiente salieron de la quebrada y tomaron de nuevo la carretera. Le había hecho una flauta al chico con un trozo de caña de la cuneta y se la sacó de la parka para dársela. El chico la cogió sin decir palabra. Al cabo de un rato se quedó un poco rezagado y minutos después el hombre oyó que tocaba. Una música amorfa para la próxima era. O quizá la última música en la Tierra, surgida de las cenizas de su devastación. El hombre se volvió y le miró. Estaba sumamente concentrado. El hombre pensó que parecía un triste y solitario niño huérfano anunciando la llegada al condado de un espectáculo ambulante, un niño que no sabe que a su espalda los actores han sido devorados por lobos.
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En un cajón encontró una vela. No había como encenderla. Se la metió en el bolsillo. Salió a la luz gris y se quedó allí de pie y fugazmente vio la verdad absoluta del mundo. El frío y despiadado girar de la tierra intestada. Oscuridad implacable. Los perros ciegos del sol en su carrera. El aplastante vacío negro del universo. Y en alguna parte dos animales perseguidos temblando como zorros escondidos en su madriguera. Tiempo prestado y mundo prestado y ojos prestados con que llorarlo.
[…]
El chico se levantó y cogió la escoba y se la puso al hombro. Miró a su padre. ¿Qué objetivos tenemos a largo plazo?, dijo.
¿Qué?
Que cuales son nuestros objetivos a largo plazo.
¿Dónde has oído tú eso?
No lo sé.
No, dime.
Tú lo dijiste.
¿Cuándo?
Hace mucho.
¿Y qué te respondí?
No sé.
Ya. Pues yo tampoco. Vamos. Está anocheciendo.
[…]
En el lindero de un campo en invierno entre hombres rudos. La edad del chico ahora. O un poco mayor. Observando cómo abrían el rocoso suelo de la ladera con pico y azadón y exhumaban toda una papilla de serpientes, quizá un centenar. Reunidas allí para darse calor unas a otras. Aquellos tubos pálidos empezando a moverse perezosamente a la fría y dura luz. Como intestinos de alguna bestia enorme expuestos al día. Los hombres les echaron gasolina encima y las quemaron vivas, no teniendo ningún remedio para el mal sino solo para la imagen del mismo tal como ellos lo concebían. Las serpientes inmoladas se retorcían horriblemente y algunas cruzaban el suelo de la gruta iluminando con sus cuerpos en llamas los lugares más recónditos. Dado que eran mudas no hubo gritos de dolor y los hombres en un silencio similar las vieron arder y contorsionarse y volverse negras y en silencio se dispersaron en el crepúsculo invernal cada cual con sus pensamientos camino de la casa y la cena respectivas.
[…]
¿Crees que podría haber barcos mar adentro?
Lo dudo.
No verían lo que tenían cerca.
No. No lo verían.
¿Qué hay al otro lado?
Nada.
Algo habrá, ¿no?
Quizá un padre y su hijo sentados en la playa.
La carretera [la belleza puede ser fría y desolada]
23 Abr
Esta entrada fue publicada el abril 23, 2008 a las 9:47 pm. Se guardó como Lecturas, Narrativa y etiquetado como cormac mccarthy, la carretera.
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