El imperio

El escritor ruso Yuri Bórev comparó la historia de la URSS con un tren en marcha:

«El tren se dirige hacia un futuro luminoso. Lo conduce Lenin. De pronto: stop, se han acabado las vías. Lenin apela a la gente pidiendo que trabaje horas extras los sábados; se colocan más vías y el tren puede continuar viaje. Después se pone a conducirlo Stalin. Y también se acaban las vías. Stalin manda fusilar a la mitad de los revisores y de los pasajeros, y obliga a los demás a colocar vías nuevas. El tren se pone en marcha. Jruschov sustituye a Stalin, y cuando se acaban las vía ordena desmontar las que el tren ha dejado atrás y colocarlas delante de la locomotora. Jruschov es sustituido por Bréznhev. Cuando vuelven a acabarse las vías, Bréznhev dispone que se corran las cortinas de las ventanillas y que se balanceen los vagones de tal manera que los pasajeros crean que el tren continúa en marcha.» (Y.Bórev, Staliniada)

Y así llegamos a la Época de los Tres Entierros (de Bréznhev, de Andrópov y de Chernenko) en la que los pasajeros ni tan sólo tienen ya la ilusión de que van a alguna parte. Pero hete aquí que en abril de 1985 el tren vuelve a arrancar. Éste, sin embargo, será su último viaje. Durará seis años y medio. En esta ocasión el maquinista se llama Gorbachov y la locomotora lleva pintados dos lemas: GLÁSNOST Y PERESTROIKA.

[…]

En cierto sentido , la perestroika y la glásnost constituyen una especie de pulmón artificial insertado en ese organismo herido de muerte que es la URSS. Gracias a él la Unión Soviética aún vivirá seis años y medio. Lo menciono porque los enemigos de Gorbachov afirman que se puso al frente de un país próspero y lo condujo al desastre. Todo lo contrario: la URSS llevaba tiempo desmoronándose, y Gorbachov alargó su vida hasta donde le fue posible. […] no hubo ni uno de entre los politólogos norteamericanos que previese el desmembramiento de la URSS. De ahí que, cuando a finales de 1991 la URSS deja de existir, en el mundo se oigan voces de consternación y sorpresa. […] En realidad, el proceso del desmoronamiento se había iniciado mucho antes.

En la literatura […] se repiten escenas que describen la vuelta a casa del lager. Un hombre regresa a casa después de pasar diez años de calamidad en un lager de Siberia. La primera noche se sienta en la mesa junto a su mujer, hijos y padres. Durante la cena, aun cuando mantienen una conversación, nadie pregunta al recién llegado dónde ha estado todos esos años, qué hacía, qué ha tenido que soportar.

¿Para qué preguntar?

Una sabia frase del Eclesiastés: «Quien reúne saber reúne dolor».

Desarrollando este amargo pensamiento, Karl Popper escribió en su tiempo que (cito de memoria) la ignorancia no es una simple y pasiva falta de conocimiento, sino que es una postura activa que consiste en negarse a adquirirlo, negarse a poseerlo, es un rechazo del saber. (En una palabra: el no saber es más bien el antisaber.)

La esfera de la pregunta, tan amplia y podría parecer que tan imprescindible en la vida, no sólo era un campo minado, sino también una parte del habla más hostil y odiosa, y esto debido a que en la práctica soviética el monopolio de hacer preguntas estaba reservado para los oficiales de los interrogatorios. […]

De resultas de todo ello, en el Imperio había cada vez menos personas que hicieran preguntas y, por lo tanto, cada vez menos preguntas. […] Por eso también fue desapareciendo, paso a paso, el arte de hacer preguntas […] e incluso la necesidad de hacerlas. Cada vez más, todo se presentaba como estaba previsto que se presentara. Venció lo obvio y lo visible, imposibles de cuestionar o de poner en tela de juicio. Y ya que había vencido, simplemente no había más preguntas. […]

No obstante, la civilización que no hace preguntas, que coloca fuera de su marco el mundo de la inquietud, del criticismo y de la búsqueda, es una civilización paralizada, estancada e inerte. Pero eso era precisamente lo que pretendían los hombres del Kremlin, pues es más fácil imperar sobre un mundo mudo e inmóvil.

[…]

En Europa Occidental la gente se sorprendía al ver que, en Moscú, unas mujeres viejas y pobres (las mostraban en televisión) salían de las colas, renunciando a comprar pan, para manifestarse por las calles coreando el eslóga: ¡no devolveremos las Kuriles!

Pero no hay de qué sorprenderse. Las islas Kuriles son parte del Imperio, que ha sido levantado a expensas de los alimentos y las ropas de estas mujeres, de sus botas caladas de agua y sus fríos pisos, y, lo que es más triste, a costa de la sangre y la vida de sus maridos e hijos. ¿Y ahora habrían de devolverlas? ¡Nunca! ¡Jamás!

Entre el ruso y su Imperio existe una fuerte simbiosis: la suerte de la superpotencia es algo que al ruso le preocupa viva y profundamente. ¡También hoy!

[…]

Pensé en la terrible inutilidad del sufrimiento. El amor sí deja su obra: las generaciones que vienen al mundo y garantizan la pervivencia de la humanidad. En cambio, ¿el sufrimiento? Una parte tan inmensa, tan dolorosa y la más difícil de la vida humana pasa sin dejar huella. Si se pudiera reunir la energía del sufrimiento que habían dejado aquí millones de personas y convertirla en fuerza creadora, se podría hacer de nuestro planeta un jardín frondoso.

¿Y qué queda?

Oxidados cascos de barcos, torres de control pudriéndose, profundos hoyos de los cuales en su tiempo se extraían minerales de metales. Un vacío lúgubre e inerte. No se ve a nadie en ninguna parte, pues las exhaustas columnas ya pasaron y desaparecieron en la fría y eterna niebla.

[…]

He aquí una de las situaciones típicas en que se pierden muchas personas de Occidente, que tienden a interpretar toda realidad exactamente como parece presentárseles: transparente, comprensible y lógica. Portador de semejante filosofía, al hombre occidental arrojado al mundo soviético a cada instante se le hunde el suelo bajo los pies, hasta que alguien le explica que la realidad que ve no es única, que ni siquiera, en la mayoría de los casos, es la más importante, y que aquí coexisten muchas realidades de lo más variadas que se entrelazan y acaban formando un nudo monstruoso e imposible de desenredar y cuyo meollo consiste en la multilogicidad: una extrañísima confusión de los sistemas lógicos más opuestos entre sí que a veces se denomina, erróneamente, antilógica o alógica por aquellos que contemplan la existencia desde un único sistema lógico.)

[…]

Al mundo lo amenazan tres plagas, tres pestes.

La primera es la plaga del nacionalismo.

La segunda es la plaga del racismo.

Y la tercera es la plaga del fundamentalismo religioso.

Las tres tienen un mismo rasgo, un denominador común: la irracionalidad, una irracionalidad agresiva, todopoderosa, total. No hay manera de llegar a una mente tocada por cualquiera de estas plagas. En una cabeza así constantemente arde una santa pira en espera de víctimas. Todo intento de entablar una conversación serena está condenada al fracaso. Aquí no se trata de una conversación sino de una declaración. Que asientas a lo que él dice, que le concedas la razón, que firmes tu adhesión. Si no lo haces, ante sus ojos no tienes ninguna importancia, no existes, pues sólo cuentas como un instrumento, como un arma. No existen las personas, existe la causa.

Una mente tocada por semejante peste es una mente cerrada, unidimensional, monotemática y sólo gira en torno de un único tema: el enemigo. Pensar sobre el enemigo nos alimenta, nos permite existir. Por eso el enemigo siempre está presente, nunca nos abandona. Cuando en las afueras de Ereván un guía del lugar me enseñaba una antigua basílica armenia, terminó sus explicaciones con la desdeñosa observación: ¿Acaso los azeríes serían capaces de levantar semejante basílica?. Más tarde, en Bakú, cuando un guía del lugar me enseñaba un conjunto de ornamentados edificios modernistas, terminó sus explicaciones con la desdeñosa observación: ¿Acaso los armenios serían capaces de levantar semejantes edificios?

Por otra parte, no obstante, tanto los armenios como los azeríes poseen algo envidiable. No los atormenta la complejidad del mundo ni el que la suerte del hombre sea frágil e insegura. Les es ajena la inquietud que suele acompañar las preguntas como ¿cuál es la verdad?, ¿qué es el bien?,¿qué es justo? Desconocen el desasosiego que atormenta a los que suelen preguntarse: ¿Seguro que tengo razón?

El suyo es un mundo pequeño: unos cuantos valles y montañas. Es un mundo sencillo: a un lado de la barricada, nosotros, los buenos, y al otro, ellos, nuestros enemigos. Es un mundo regido por una diáfana ley de exclusividad: o nosotros o ellos.

Y si, aparte de ellos, existe otro mundo, ¿qué quieren de él? Que los deje en paz. Necesitan la paz para seguir rompiéndose los huesos los unos a los otros.

[…]

En la vecina Moldova conocí a un hombre que había pasado diez años de vida en un lager por haber recibido la orden de colocar un pesado busto de Lenin en una sala de recreo que estaba en un primer piso. Como la puerta era demasiado estrecha, el pobre desgraciado decidió entrar el busto por el balcón, para lo cual rodeó el cuello del autor de Materialismo y empirocriticismo con una gruesa soga. Aún no le había dado tiempo de quitar el lazo cuando ya lo habían arrojado al fondo de una mazmorra.

[…]

El papel de la televisión en la política, cada vez más relevante y primordial, ha hecho que golpistas de todo pelaje cambiasen el objetivo de sus ataques en el mundo entero: antes asediaban palacios presidenciales y sedes de gobiernos y parlamentos, mientras ahora en primer lugar intentan hacerse con el control de la emisora de televisión. En Vilna y en Tbilisi, en Bucarest y en Lima, se luchó por las emisoras de televisión y no por el palacio presidencial. Se ha creado un nuevo guión para las películas que tratan de golpes de Estado: los tanques salen de madrugada con el objetivo de ocupar la emisora de televisión, mientras el presidente duerme tan tranquilo y el Parlamento permanece oscuro y desierto; los golpistas se dirigen al lugar que alberga el poder real.

[…]

en el mundo contemporáneo observamos el creciente fenómeno de revoluciones de terciopelo, de revoluciones no sangrientas, o, como las definió Isaac Deutscher, inacabadas.

Su principal característica consiste en lo siguiente: si bien las fuerzas viejas se marchan, no lo hacen del todo, y la batalla entre lo nuevo y lo viejo se ve acompañada de diversos procesos de adaptación que se producen a ambos lados de la barricada. Reina el principio de evitar enfrentamientos salvajes y sanguinarios.

Es curioso que hoy la sangre se derrame allí donde se lanzan al ataque el nacionalismo ciego, el fundamentalismo religioso o el racismo zoológico, que no son sino las tres nubes negras que pueden oscurecer el cielo del siglo XXI. Por el contrario, allí donde se trata del cambio de un régimen político y de las más diversas formas de lucha de clases que lo acompañan, allí el proceso de transformación transcurre de un modo mucho más suave, precisamente, no sangriento.

[…]

El periodo de la transición en el que ahora se encuentra el Imperio y en el que aún permanecerá durante años empezó de hecho a finales de 1991. […]

Salen victoriosas las fuerzas que abogan por la consolidación del poder (sobre todo el central) y por un Estado grande y poderoso. Se ha creado un clima favorable al fortalecimiento de los métodos autoritarios de ejercer el poder, un clima favorable a cualquier forma de dictadura.

Ryszard Kapuscinski: El Imperio (Anagrama)

Esta entrada fue publicada el marzo 23, 2008 a las 11:30 pm. Se guardó como Lecturas, Narrativa y etiquetado como , , , . Añadir a marcadores el enlace permanente. Sigue todos los comentarios aquí gracias a la fuente RSS para esta entrada.

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