El desajuste del mundo

Llevo varios años viajando por países de población mayoritariamente musulmana y también trabajo con algunos niños de procedencia magrebí. Por tanto, uno de los temas que más me preocupan es la relación entre Occidente y el Islam. En ese sentido, la lectura del libro de Amin Maalouf El desajuste del mundo, del que ya anticipé algo hace unas semanas, ha resultado muy reveladora.

El desajuste del mundo

Maalouf destripa el doble rasero de Occidente y le acusa con razón de haber ayudado a que la identidad árabe se haya ido construyendo en los últimos años sobre una base religiosa y, por tanto, excluyente, tras humillar y derrotar a los líderes laicos que gobernaron gran parte de esos países en diversos tramos del siglo XX.  Derrota tras derrota, las corruptas élites de los países árabes han perdido legitimidad y las corrientes religiosas más radicales se han convertido en la expresión de las clases populares. El escritor libanés también es muy crítico con un islamismo que pretende paralizar la historia.

La pérdida de legitimidad también afecta a Occidente, que predica unos valores de puertas adentro y luego practica otros fuera de sus fronteras. El propio autor se queja amargamente de que estemos renunciando a muchos de nuestros valores a la hora de tratar con los inmigrantes que llegan a Europa -y no sólo se refiere a la insolidaridad y a las leyes de mano dura, sino también a aplicar códigos ajenos que mantienen a las minorías en un inmovilismo histórico-.

Maalouf propone construir nuestras identidades sobre la cultura y no sobre la religión, sobre el conocimiento propio y ajeno en lugar de sobre el prejuicio. Identidades abiertas que permitan la diversidad en su seno y no nos agrupen en bloques estancos según nuestra religión o bandera. Necesitamos -aquí y en el mundo musulmán- figuras valientes y lúcidas como Amin Maalouf. Una lectura imprescindible para entender nuestro tiempo.

De una forma o de otra, todos los pueblos de la Tierra están metidos en la tormenta. Ricos o pobres, arrogantes o sometidos, ocupantes, ocupados, van todos -vamos todos- a bordo de la misma balsa frágil y estamos naufragando juntos. Seguimos, no obstante, increpándonos y peleándonos sin que nos preocupe que el mar vaya subiendo.

Seríamos, incluso, capaces de jalear esa ola catastrófica si, al írsenos acercando, se tragase primero a nuestros enemigos.

[…]

Al concluir el enfrentamiento entre los dos bloques, hemos pasado de un mundo en donde las divisiones eran sobre todo ideológicas y era preciso un debate continuo a otro mundo en donde las divisiones son sobre todo por identidades y poco espacio queda para debatir nada. Todos y cada uno les pregonan en la cara a los demás sus adhesiones, profieren sus anatemas movilizan a los suyos, demonizan a los enemigos; ¿qué otra cosa podrían decir? ¡Los adversarios de hoy en día cuentan con tan pocas referencias comunes!

[…]

Desde la derrota del comunismo, desde que dejó de ofrecer a la humanidad una alternativa creíble, tales intercambios de opiniones no tenían ya razón de ser. ¿Fue por eso por lo que tantas personas dieron de lado sus utopías desbaratadas para buscar refugio bajo el techo tranquilizador de una comunidad? Podemos también suponer que la quiebra política y ética de un marxismo resueltamente ateo volvió a poner a la orden del día las creencias y las solidaridades que había querido erradicar.

En cualquier caso, nos hallamos, desde que cayó el Muro de Berlín, en un mundo en donde las adhesiones se han exacerbado, sobre todo las que tienen que ver con la religión; en donde la coexistencia entre las diversas comunidades humanas es, por ello, cada día un poco más dificultosa, y en donde la democracia está siempre a merced de la escalada de los conflictos de identidades.

[…]

Dentro del impulso de la lucha por la independencia [de los países árabes], una orientación así [marxista y antioccidental] parecía sensata y prometedora. Vista ahora, no queda más remedio que dejar constancia de que fue una calamidad. Las élites del mundo árabo-musulmán no consiguieron ni desarrollo, ni liberación nacional, ni democracia, ni una sociedad más moderna sólo una variante local de estalinismo nacionalista desprovista por completo de cuanto había contribuido a la proyección mundial del régimen soviético -ni prédica internacionalista ni contribución masiva a la derrota del nazismo entre 1941 y 1945, ni capacidad para construir una potencia militar de primer ordenn- pero que en cambio había copiado sus peores defectos: las desviaciones xenófobas, la brutalidad policial, la gestión económica claramente ineficaz y también la apropiación del poder en provecho de un único partido, de un clan y de un jefe. El régimen laico de Sadam Hussein fue, a este respecto, un ejemplo revelador.

Poco importa en la actualidad saber si hay que censurar la ceguera secular de las sociedad árabes o la avidez secular de las potencias occidentales. Ambas tesis son defendibles, y ya volveré sobre este tema. Lo que es indudable, y gravita ominosamente sobre el mundo de hoy es que durante varias décadas los elementos potencialmente modernizadores y laicos del mundo árabo-musulmán pelearon contra Occidente y que, al hacerlo, se estaban descarriando, material y moralmente, por un camino sin salida; y que Occidente peleó contra ellos con temible eficacia a menudo, y a veces contando con el apoyo de los movimientos religiosos.

No era ésta una auténtica alianza sino sólo una convergencia táctica para enfrentarse a un enemigo común poderoso. Pero el resultado fue que, al concluir la Guerra Fría, los islamistas se hallaban en el grupo de los vencedores. Su influencia en la vida cotidiana se había tornado visible y era muy profunda en todos los aspectos. A partir de ese momento, gran parte de la población ser reconocía en ellos, tanto más cuanto que habían hecho suyas todas las reivindicaciones sociales y nacionales de las que se habían proclamado campeones tradicionalmente la izquierda y los movimientos gestados en la lucha por la independencia. Sin dejar de centrarse en la aplicación visible de los preceptos de la fe, interpretados a menudo desde un punto de vista conservador, la prédica islamista se volvió radical en el ámbito político: más igualitaria, más tercermundista, más revolucionaria, más nacionalista; y a partir de los últimos años del siglo XX, resueltamente orientada en contra de Occidente y sus protegidos.

En lo referente a este último punto, se viene a la mente una comparación: en Europa, durante la Segunda Guerra Mundial, los demócratas de derechas y los comunistas se aliaron contra el nazismo, pero volvieron a ser enemigos en 1945; de igual forma, era previsible que al concluir la Guerra Fría los occidentales y los islamistas iban a enfrentarse sin cuartel.  Si se precisaba un terreno propicio para encender la mecha, había uno que cumplía todas las condiciones: Afganistán. Allí habían peleado los aliados de ayer su último combate común contra los soviéticos; allí tras esa victoria se consumó su ruptura en la última década de siglo, y desde allí, el 11 de septiembre de 2001, le arrojaron a la cara un guante letal a los Estados Unidos de América. Lo que trajo consigo las reacciones en cadena que todos sabemos: invasiones, insurrecciones, ejecuciones, matanzas, guerras intestinas. Y más atentados, incontables atentados.

[…]

A quien pueda escuchar a todas las «tribus» en su propia lengua, costumbre que tengo desde hace muchos años, el espectáculo le resulta edificante, fascinante y desconsolador al tiempo. Pues, no bien se adoptan ciertas premisas, es posible interpretar todos los acontecimientos de forma coherente sin tener necesidad de oír la opinión de los «demás».

Si aceptamos, por ejemplo, el postulado según el cual la calamidad de nuestra época es la «barbarie del mundo musulmán», fijarse en lo que pasa en Irak no puede sino reforzar esa impresión. Un tirano sanguinario que reinó mediante el terror durante un tercio de siglo, sangró al pueblo, dilapidó el dinero del petróleo en gastos militares o suntuarios, invadió a sus vecinos desafió a las potencias acumuló fanfarronadas mientras lo jaleaban con admiración muchedumbres árabes antes de venirse abajo sin auténtica lucha; a continuación, no bien cae ese hombre, hete aquí que el país se hunde en el caos, hete aquí que las diversas comunidades empiezan a matarse entre sí, como si quisieran decir: ¿Lo veis? ¡Claro que era necesaria una dictadura para llevar con mano firme a este pueblo!

Si, en cambio, adoptamos como axioma el «cinismo de Occidente», los acontecimientos tienen una explicación no menos coherente: como preludio, un embargo que sumió en la miseria a todo un pueblo y costó la vida a cientos de miles de niños sin que al dictador le faltasen nunca los puros; luego, una invasión cuya decisión se tomó arguyendo pretextos falsos y haciendo caso omiso de la opinión y de las instituciones internacionales y cuyo móvil, al menos en parte, fue la voluntad de hacerse con los recursos petrolíferos; inmediatamente después de la victoria estadounidense, el ejército iraquí y los órganos del Estado quedan disueltos a toda prisa y de forma arbitraria y se instaura explícitamente el comunitarismo en el seno de las instituciones, como si se hubiera elegido de forma deliberada la opción de sumir al país en una inestabilidad permanente; de propina, malos tratos en la cárcel de Abu Ghraib, torturas sistemáticas, humillaciones incesantes, «daños colaterales», incontables fallos impunes, saqueo, despilfarros…

Para unos el caso de Irak demuestra que la democracia no puede calar en el mundo musulmán; para otros deja al aire el auténtico rostro de la «democratización» a la occidental. Incluso en la filmación de la muerte de Sadam Husein puede verse tanto la ferocidad de los estadounidenses como la de los árabes.

Para mí son ciertos ambos puntos de vista, y son falsos ambos. Cada uno de ellos gira en su órbita ante su público que los entiende con medias palabras y no oye el punto de vista del adversario. Por mis orígenes y por mi trayectoria, se da por supuesto que yo pertenezco a esas dos órbitas a la vez, pero me siento cada día algo más alejado de ambas.

Esta sensación de alejamiento -o quizá debería escribir, como se decía antes, de «extrañamiento» no viene dada por deseo alguno de que estos dos componentes de mi identidad equilibren las reprobaciones; ni sólo por la irritación que siento ante dos empecinamientos culturales que están envenenando los comienzos de este siglo, y que, de paso, contribuyen a la destrucción del país del que procedo. Mis críticas se refieren a las prácticas seculares de estas dos «áreas de civilización», y me temo que tienen que ver con su mismísima razón de ser. Pues lo que pienso en realidad es que esas venerables civilizaciones han llegado al límite; que no le aportan ya al mundo sino sus crispaciones destructivas, que están éticamente en quiebra, como lo están, por lo demás, todas las civilizaciones concretas que dividen aún a la humanidad, y que ha llegado el momento de ir más allá. O somos capaces de construir en ese siglo una civilización común con la que todos puedan identificarse, con la soldadura de los mismos valores universales con la guía de una fe firmísima en la aventura humana y la riqueza de todas nuestras diversidades culturales o naufragamos juntos en una barbarie común.

Lo que le reprocho en la actualidad al mundo árabe es la indigencia de su conciencia ética; lo que le reprocho a Occidente es esa propensión que tiene a convertir su conciencia ética en herramienta de dominio. Dos acusaciones graves, y que me resultan doblemente dolorosas, pero que no puedo silenciar en un libro que pretende enfrentarse de raíz con los orígenes de la regresión que se anuncia. En las palabras de unos sería vano buscar huellas de una preocupación ética o una referencia a valores universales; en las de los otros hay una omnipresencia de esas preocupaciones y esas referencias, pero se usan de forma selectiva y se moldean continuamente para ponerlas al servicio de determinada política. Y el resultado es que Occidente no deja de perder credibilidad moral y que sus detractores no tienen ninguna.

No quiere decir esto que sitúe las crisis de «mis» dos universos culturales al mismo nivel. Si lo comparamos con lo que fue hace mil años, o trescientos años, o incluso cincuenta no puede negarse que Occidente ha tenido un avance espectacular que, en algunos terrenos, sigue e incluso se está acelerando. Mientras que el mundo árabe no puede ahora mismo estar más abajo; es una vergüenza tanto para sus hijos y sus amigos cuanto para su historia.

[…]

Las naciones occidentales vivían en una edad de oro, sin saberlo, en aquellos tiempos en que eran las únicas que contaban con un sistema económico muy eficaz; dentro del entorno de competencia mundial del que tanto empeño tuvieron en rodearse, parecen condenadas a desmantelar lienzos enteros de su economía, casi toda la industria de productos manufacturados y una parte creciente del sector servicios.

[…]

Todo el mundo puede sonreír o indignarse ante determinados exceso, pero nadie puede poner legítimamente en duda que esos pueblos [China e India y otros países que están creciendo] tengan derecho a poseer todo cuanto poseen hace mucho tiempo los habitantes de los países ricos: nevera, lavadora, lavavajillas y todos los demás productos que van con los anteriores: coche familiar y ordenador personal; agua caliente, agua limpia y alimentos a profusión; y también cuidados médicos, estudios, ocio, viajes, etc.

Nadie tiene en la actualidad derecho moral y nadie tendrá el día de mañana capacidad efectiva para privar de todo lo dicho a esos pueblos: ni sus gobernantes, ni una superpotencia, ni nadie. A menos que lo que se pretenda sea implantar por todo el planeta tiranías sangrientas y absurdas para devolver a dichos pueblos a la pobreza y el sometimiento, no veo cómo podría alguien impedir que hicieran lo que, desde hace décadas, se les viene animando a hacer: trabajar en mejores condiciones, ganar más dinero, mejorar sus condiciones de vida y consumir, consumir y consumir.

[…]

El mundo occidental tiene sus propias cegueras históricas y sus propias carencias éticas. Y fue a menudo desde el enfoque de esas carencias y esas cegueras como lo conocieron los pueblos dominados durante los últimos siglos. Cuando se habla de los Estados Unidos en Chile o en Nicaragua, de Francia en Argelia o en Madagascar, de Gran Bretaña en Irán, en China o en Oriente Próximo, de los Países Bajos en Indonesia, los personajes que se vienen en primer lugar a la cabeza no son ni Benjamin Franklin, ni Condorcet, ni Hume, ni Erasmo.

[…]

Esa época [el colonialismo] causó, sobre todo en África, traumas perdurables, pero, a veces, la era de las independencias resultó aún más calamitosa, y, en lo que a mí se refiere, no siento indulgencia alguna por los muchos dirigentes incompetentes, corruptos o tiránicos que se pasan la vida enarbolando el cómodo pretexto del colonialismo.

En cuanto al país del que procedo, el Líbano, tengo la convicción de que el período del mandato francés, entre 1918 y 1943, y también la última etapa de la presencia otomana, entre 1864 y 1914, fueron mucho menos nefastos que los diversos regímenes que se han ido turnando desde la independencia. Es quizá políticamente incorrecto dejar constancia de ello por escrito, pero así es como veo yo los hechos.  Por lo demás, puede comprobarse eso mismo en varias naciones más; me contentaré con mencionar sólo la mía por cortesía.

Pero, aunque no es ya de recibo la excusa del colonialismo para justificar el fracaso de los dirigentes del Tercer Mundo, sigue siendo crucial la cuestión de las relaciones malsanas entre Occidente y sus ex colonias y no podemos dejarla de lado con una broma ingeniosa, ni refunfuñando irritados, ni encogiéndonos de hombros.

Sigo convencido, por mi parte, de que la civilización occidental creó más valores universales que cualquier otra; pero demostró que era incapaz de transmitirlos adecuadamente. Un fallo cuyo precio está pagando ahora toda la humanidad.

La explicación cómoda es que los demás pueblos no estaban preparados para recibir ese «injerto». Se trata de una idea a toda prueba, que se va transmitiendo de una generación a otra, de un siglo a otro, y que nadie pone en tela de juicio de tan evidente como parece. La última vez que se ha usado ha sido en Irak […] Tan artero es este tópico que encaja en todas las sensibilidades y le sacan partido todas las modas intelectuales; a quienes respetan a los demás pueblos les parece respetuosa; pero a quienes los desprecian, e incluso a los racistas, también les refuerza los prejuicios. […] Lo que sucedió de verdad en Irak fue que los Estados Unidos no supieron llevarle la democracia a un pueblo que soñaba con ella. […]

Desde las primeras semanas de la ocupación, las autoridades norteamericanas pusieron en marcha un sistema de representación política basado en la pertenencia a una religión o a una etnia, lo que trajo consigo en el acto un estallido de violencia sin precedentes en la historia de ese país. […] Tan necesario es tener en cuenta los diversos elementos que componen una nación, pero de forma sutil, y flexible, e implícita, para que todos y cada uno de los ciudadanos se sientan representados, como perjudicial, e incluso destructor, resulta establecer un sistema de porcentajes que divida de forma duradera la nación en tribus rivales.

Que la democracia estadounidense, tan grande, le haya hecho al pueblo iraquí ese regalo envenenado consistente en dar carta de ciudadanía al comunitarismo es, sin paliativos, una vergüenza y una indignidad. Si se hizo por ignorancia, es un hecho que costerna; si se hizo con cinismo calculado, es un crimen.

Cierto es que en vísperas de la invasión, y durante todo el conflicto, se habló mucho de libertad y de democracia. Son palabras rituales desde el amanecer de los tiempos y en todas las latitudes; fueren cuales fueren los objetivos de una operación militar, todo el mundo prefiere decir que se lleva a cabo por la justicia, por el progreso, por la civilización, por Dios y sus profetas, por amparar a las viudas y a los huérfanos, y también, claro está, por legítima defensa o por amor a la paz. A ningún dirigente le interesa consentir que alguien diga que sus motivos reales son la venganza, la avaricia, el fanatismo, la intolerancia, la voluntad de dominio o de acallar a quienes se le oponen. Tal es el cometido de los propagandistas: disimular las intenciones reales bajo los disfraces más nobles; y el cometido de los ciudadanos libres es examinar los hechos para desenmascarar las mentiras.

Dicho lo cual, sí que hubo efectivamente en los Estados Unidos, inmediatamente después de los atentados del 11 de septiembre de 2001, un breve entusiasmo por la «propagación de la democracia». […] Ese entusiasmo se quedó en pólvora que se iba en salvas. No me detendré, pues, en ese episodio, pero permítaseme expresar, ya que estoy en ello, la estupefacción que siento ante este espectáculo: el cabeza de fila de las democracias occidentales preguntándose en los comienzos del siglo XXI si, bien pensado, no sería una buen idea ¡favorecer la aparición de regímenes democráticos en Egipto, en Arabia, en Pakistán y en el resto del mundo musulmán! Y ello tras haber dado alas por doquier a poderes cuyo mérito principal consistía en que eran «estables» sin fijarse demasiado en qué métodos usaban para garantizar esa estabilidad; tras haber prestado apoyo a los dirigentes más conservadores sin que importase la ideología en que se fundamentaba su conservadurismo; tras haber creado, sobre todo en Asia y en América Latina, los sistemas policiales y de seguridad más represivos; y héte aquí que ahora la gran democracia norteamericana se preguntaba si no sería buena idea jugar por fin la baza de la democracia.

Pero tan hermosa idea no tardó en caer en el olvido; tras darle muchas vueltas, el país de Abraham Lincoln llegó a la conclusión de que todo aquello implicaba un riesgo excesivo y que los resentimientos eran ya tan fuertes que las elecciones libres llevarían al poder, en todos esos países, a los elementos más radicales; así que más valía, por lo tanto, seguir con las recetas conocidas y de confianza. La democracia tendría que esperar.

[…]

[Sobre el choque de civilizaciones] El problema, en esta teoría tan mediatizada, no es su «diagnóstico clínico». Su interpretación permite, desde luego, entender mejor los acontecimientos ocurridos tras la caída del Muro de Berlín. Desde que las identidades aventajaron a las ideologías, las sociedades humanas reaccionan con frecuencia ante los acontecimientos políticos atendiendo a su confesión religiosa; Rusia ha vuelto a ser abiertamente ortodoxa; la Unión Europea se ve a sí misma implícitamente como una agrupación de naciones cristianas; las mismas llamadas a la lucha suenan en todos los países musulmanes; no es, pues, absurdo describir el mundo de hoy aludiendo a un enfrentamiento entre «áreas de civilización».

Donde yerran, desde mi punto de vista, los adeptos a esta teoría es en arrancar de su observación del presente para elaborar una teoría general de la Historia.

[…]

Como la Historia se compone de infinitos acontecimientos singulares, no encajan bien en ella las generalizaciones. Para intentar no perdernos, necesitamos un nutrido manojo de llaves; y aunque es legítimo que un investigador quiera añadir la que haya forjado él personalmente, no es sensato querer sustituir todo el manojo por una sola llave, una «llave maestra» que abra, supuestamente, todas las puertas.

El siglo XX recurrió profusamente a la herramienta que proponía Marx, y ahora sabemos a qué descarríos condujo. La lucha de clases no lo explica todo, y la lucha de las civilizaciones tampoco. Tanto más cuanto que las palabras son, en sí, ambiguas y engañosas. […]

¿Quién podría negar que la civilización occidental no es la misma que la china ni que la árabo-musulmana? Pero ninguna de ellas es estanca, ninguna es inmutable, y hoy en día tienen unas fronteras aún más porosas que en el pasado.

Nuestras civilizaciones llevan milenios naciendo, desarrollándose, transformándose; se codean, se  oponen entre sí, se imitan, se diferencian, se dejan copiar; luego, poco a poco o de golpe, desaparecen o se fusionan. La civilización de Roma se unió un día con la de Greci; ambas conservaron su personalidad, pero también llevaron a cabo una síntesis original que se convirtió en un elemento fundamental de la civilización europea; apareció luego el cristianismo -nacido en el seno de una civilización muy diferente, principalmente judía, con influencias egipcias, mesopotámicas y, de forma mas general, levantinas-, y le tocó el turno de convertirse en un constituyente esencial de la civilización de Occidente. Llegaron de Asia después los pueblos llamados bárbaros, los francos, los alamanes, los hunos, los vándalos, los godos, todos los germánicos, los altaicos, los eslavos, que se fusionaron con los latinos y los celtas para formar las naciones de Europa.

De la misma manera se formó la civilización árabo-musulmana. Cuando las tribus árabes, y entre ellas la de mis antepasados, salieron de su península desértica y tosca, aprendieron de Persia, de la India, de Egipto, de Roma y de Constantinopla. Llegaron luego desde los confines de China las tribus turcas, cuyos jefes se convirtieron en nuestros sultanes y nuestros califas y lo siguieron siendo hasta después del nacimiento de mi propio padre, antes de que los derrocase un movimiento nacionalista con ambiciones de modernidad que quería vincular sólidamente su pueblo a la civilización europea.

Digo todo esto para recordar lo evidente, a saber, que nuestras civilizaciones son, desde siempre, compuestas, movedizas, permeables; y para asombrarme de que hoy en día, cuando están más mezcladas que nunca, vengan a contarnos que son irreductibles entre sí y que están destinadas a seguir siéndolo.

¿Hoy en día? […] ¿Cuando, si recorremos el mundo, tenemos que hacer un esfuerzo al despertarnos para saber si estamos en Chicago, en Shanghai, en Dubai, en Bergen o en Kuala Lumpur? ¿Hoy en día es cuando vienen a contarnos, basándose en unos cuantos comportamientos desconcertantes, que las civilizaciones seguirán separadas y su enfrentamiento será para siempre el motor de la Historia?

Si nuestras civilizaciones sienten la necesidad de meter ruido para afirmar su singularidad es precisamente porque esa singularidad suya se va difuminando.

Lo que estamos viendo ahora es el crepúsculo de las civilizaciones separadas, no su advenimiento ni su apoteosis. Su tiempo ya ha pasado, y ha llegado el momento de trascenderlas todas; de domeñar sus aportaciones, de hacer que se extiendan por el mundo entero los beneficios de cada una de ellas y de mermar su capacidad de hacer daño; para ir construyendo poco a poco una civilización común, basada en los dos principios intangibles e inseparables, que son la universalidad de los valores esenciales y la diversidad de las expresiones culturales.

Para que no haya malentendido alguno, especifico que, desde mi punto de vista, respetar una cultura es propiciar la enseñanza de la lengua en que se funda, es favorecer el conocimiento de su literatura, de sus expresiones teatrales, cinematográficas, musicales, pictóricas, arquitectónicas, artesanales, culinarias, etc. A la inversa,  ser complaciente con la tiranía, la opresión, la intolerancia o el sistema de castas, con los matrimonios concertados, la ablación, los crímenes «de honor» o el sometimiento de las mujeres, ser complacientes con la incompetencia, con la incuria, con el nepotismo, con la corrupción generalizada, con la xenofobia o el racismo, so pretexto de que proceden de otra cultura diferente, eso no es respeto, opino yo, es desprecio encubierto, es un comportamiento de apartheid, aunque se haga con las mejores intenciones del mundo. […]

Sólo si creemos en esa aventura común podemos dar sentido a nuestros itinerarios específicos. Y sólo si creemos que todas las culturas son igual de dignas tenemos derecho a valorarlas e incluso a juzgarlas, en función precisamente de los valores inherentes a ese destino común, que están por encima de todas nuestras civilizaciones, de todas nuestras tradiciones y de todas nuestras creencias. Pues nada hay más sagrado que el respeto por el ser humano, la preservación de su integridad física y moral, la preservación de su capacidad de pensar y expresarse; y también la preservación del planeta que lo alberga.

Si queremos que prosiga esta fascinante aventura, tenemos que ir más allá de nuestro concepto tribal de las civilizaciones y de las religiones, liberar a aquéllas de sus corazas étnicas y a éstas de ese veneno de la identidad que las adultera, las corrompe y las aparta de su vocación espiritual y ética.

[…]

Nuestro planeta es una trama prieta de poblaciones diferentes, todas ellas conscientes de su identidad, conscientes de cómo las miran los demás, conscientes de los derechos por conquistar o por custodiar, convencidas de que necesitan a los demás y de que también necesitan protegerse de ellos. No hay que contar con que basten los efectos del paso del tiempo para limar las tensiones que hay entre ellas. […] Sobreponerse a los prejuicios y a los aborrecimientos no está inscrito en la naturaleza humana. […] Reconciliar, reunir, adoptar, ganarse a alguien, pacificar son gestos voluntarios, gestos civilizados, que exigen lucidez y perseverancia; gestos que se adquieren, que se enseñan, que se cultivan. Enseñar a los hombres a vivir juntos es una larga batalla que nunca está del todo ganada. Precisa una reflexión serena, una pedagogía hábil, una legislación apropiada e instituciones adecuadas.

[…]

Esta batalla habría que pelearla hoy abarcando a la humanidad entera, pero también en el seno de cada población. Está claro que todavía no se hace lo suficiente. Nos pasamos la vida hablando de la «aldea global», y es un hecho que, graicas a los progresos realizados en el ámbito de las comunicaciones, nuestro planeta se ha convertido en un espacio económico único, en un espacio político único, en un espacio mediático único. Pero lo que se consigue con eso es que estén aún más claros los aborrecimientos mutuos.

La ruptura entre Occidente y el mundo árabo-musulmán, en particular, no ha dejado de agravarse durante los últimos años, hasta tal punto que parece ahora difícil de reparar. […] es evidente que una sociedad que siente la necesidad de protegerse permanentemente de los enemigos sin escrúpulos se aleja irremediablemente del estricto respeto a las leyes y los principios. Y por ello la persistencia de la amenaza terrorista no puede sino alterar, en fin de cuentas, el funcionamiento de las democracias.

[…]

El choque de civilizaciones no es un coloquio acerca de los méritos respectivos de Erasmo y Avicena, acerca del alcohol y del velo, o de los textos sagrados; es una desviación global hacia la xenofobia, la discriminación, los abusos étnicos y las matanzas mutuas, es decir, hacia la erosión de todo cuanto constituye la dignidad ética de nuestra civilización humana.

Cuando impera ese ambiente, incluso quienes están convencidos de que luchan contra la barbarie acaban por caer en ella a su vez.

Amin Maalouf: El desajuste del mundo (Alianza Editorial)

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Esta entrada fue publicada el junio 21, 2010 a las 8:00 am. Se guardó como Ensayo, Lecturas y etiquetado como , , , , , , , , . Añadir a marcadores el enlace permanente. Sigue todos los comentarios aquí gracias a la fuente RSS para esta entrada.

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