Hace un par de semanas me decidí a visitar el centro comercial Avenida M-40, al conocer las dificultades económicas en las que se encuentra. Me parecía un buen lugar para intentar documentar gráficamente una quiebra en el modelo dominante de ocio y consumo, que nos ha convertido en consumidores acríticos y ha hecho de los centros comerciales los nuevos santuarios en los que se adora al becerro de oro -del oro que cagó el moro-.
Tras un trayecto en autobús de casi una hora -una de las causas del fracaso de este centro comercial, junto con el elevado número de centros en las proximidades y la pertenencia a un barrio tan poco afortunado como es el barrio de la Fortuna-, llegué al centro comercial. No vi ninguna señal en las puertas que prohibiera sacar fotos, aunque suponía que así era. Apenas unos pocos clientes hacían cola para recoger un vale descuento, mientras la mayoría de los pasillos se encontraban vacíos y un gran número de comercios se encontraban cerrados.
Comencé a sacar fotos y a los pocos minutos apareció un guarda de seguridad. Al verme consultó por su transmisor y poco después me indicó, amablemente, que no podía tomar fotografías. Guardé la cámara y a continuación el transmisor volvió a funcionar. Alguien le estaba diciendo que yo debía borrar las fotografías. Le dije que así lo haría -sin concretar ni el momento ni el lugar- y aproveché para preguntarle dónde podía pedir permiso para sacar fotos en el centro. El vigilante me acompañó hasta la puerta del ascensor y me indicó que me dirigiese a la primera planta, donde se encuentra la oficina de gerencia del centro comercial.
Una vez en la primera planta, cambié la tarjeta de memoria y saqué un par de fotos con la nueva tarjeta. Acababa de pulsar el disparador cuando vi al guarda que había subido a la primera planta y venía corriendo hacia mí para llamarme de nuevo la atención. Borré ambas fotos delante de él y se dispuso a acompañarme al despacho de gerencia. Me preguntó si había cambiado la tarjeta de memoria, le miré a los ojos y le dije que no. Satisfecho del aplomo que había mostrado, me quedé de piedra cuando el transmisor volvió a funcionar: me habían visto cambiar la tarjeta desde las cámaras de seguridad. Mi estrategia de agente secreto de tres al cuarto se había ido al garete y no hubiera quedado muy digno salir corriendo en aquel momento -sobre todo porque nunca he sido muy rápido-. Entré en el despacho de gerencia acompañado del guarda y la encargada me pidió el DNI y la tarjeta de memoria. Le dije que en efecto había sacado fotos pero que no pensaba ni identificarme ni darle ninguna tarjeta.
–No es para ningún medio -les aclaré-, es sólo un trabajo personal de fotografía documental -al pronunciar estas palabras me sentí como un extraterrestre-.
-Lo siento -me dijo con firmeza-, pero es la política de la empresa, no se pueden hacer fotos en el centro y si las ha hecho debe borrarlas.
Me negué de nuevo y les dije que no iba a dejarles abrir mi mochila sin mi permiso. Ellos dijeron que llamarían a la policía y que no podría irme de allí hasta que llegaran los agentes. Y así lo hicieron.
La policía municipal de Leganés llegó al cuarto de hora. Los agentes les preguntaron lo sucedido y luego se dirigieron a mi. Les expliqué que había sacado fotos y que no había visto en la puerta ningún indicativo de prohibición y que, aunque lo hubiera, no tenía claro qué derecho tenían ellos a identificarme y a quitarme o borrar mi tarjeta de memoria. La encargada insistió:
-Es la política de la empresa.
El agente salió de la oficina para consultar con sus superiores y volvió a los cinco minutos:
-Lo siento -le dijo a la encargada-. La política de la empresa no son las leyes y no podemos obligar a este señor a borrar sus fotos.
En aquel momento sentí como el techo de la oficina se iluminaba sobre la cabeza del agente y solo faltaba una banda sonora para convertir aquellos breves segundos en una segunda parte de Lo que el viento se llevó con Clark Gable reencarnado en la figura de un policía municipal de Leganés.
El policía continuó:
-Lo único que podemos hacer es tomar sus datos y comunicar lo sucedido a la Policía Nacional. Si el centro comercial quiere tomar alguna medida, tendrá que poner una denuncia. Y usted -dirigiéndose a mí- debe saber en todo momento que es responsable del uso que haga de estas fotos.
-Por supuesto, como cualquier ciudadano es responsable de sus actos -le contesté-. ¿Van a comunicar mis datos al centro comercial?
-No. En caso de que interpongan una denuncia, será la policía nacional la que investigue lo sucedido.
Tanto la secretaria como yo le dimos nuestro DNI al agente para que redactase su informe y, a continuación, el guardia de seguridad me acompañó a la salida del centro. Traspasé las puertas y miré a mi derecha. Allí se encontraban las políticas de empresa que no había visto al entrar y, entre ellas, la que más me tocaba los cojones: «Prohibido hacer fotos».
¿Hasta qué punto las grandes corporaciones pretenden que sus políticas de empresa sustituyan a las leyes? ¿Hasta qué punto estamos hipotecando nuestra libertad al sustituir lugares públicos de encuentro y convivencia por otros lugares privados en los que las normas las dictan consejos de administración que no buscan más que blindar su posición dominante? Las leyes, aunque indirectamente, las hacemos todos. Las normas de las empresas las hacen unos pocos que no quieren más que evitarnos el esfuerzo de pensar y facilitar el desembolso de nuestro dinero.
Los centros comerciales son las nuevas catedrales de un consumismo aborregado que dedica el fin de semana a rendir culto a diversos sucedáneos del dios dinero. Los centros comerciales tienen sus propios códigos y ritos, y unos sumos sacerdotes que permanecen ocultos en despachos alejados de nuestra vista. Yo no creo demasiado en el poder de transformación social del arte, pero sí en la honestidad que debe perseguir el artista. Hay que comenzar a desnudar este baile de marionetas e impedir que las políticas de empresa mantengan a la fotografía muda y ciega ante uno de los símbolos más potentes del capitalismo.
Y si nuestras fotos son inútiles, no pasa nada. Siempre podremos despedirnos como Clark Gable: Francamente, querida, eso no me importa…
Esta historia me suena…alguien me la había contado.
«Los centros comerciales son las nuevas catedrales de un consumismo aborregado que dedica el fin de semana a rendir culto a diversos sucedáneos del dios dinero» esta te lascurrao bien anzony