La verdad no existe más que en la experiencia e incluso sólo en la experiencia personal, y aun en este caso, una vez que ha sido contada, se convierte en historia. Es imposible demostrar la verdad de los hechos y tampoco es preciso hacerlo. Dejemos a los hábiles dialécticos debatir sobre la verdad de la vida. Lo que importa es la vida en sí misma. Lo que es real es que estoy sentado al amor del fuego, en esta habitación renegrida por el humo del aceite, que veo esas llamas danzando en sus ojos lo que es cierto soy yo mismo es la sensación fugitiva que acabo de experimentar, imposible de transmitir al prójimo. Fuera se ha levantado la niebla, las oscuras montañas se han difuminado, el murmullo del raudo río resuena en ti y eso basta.
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La verdadera preocupación nacía de que no sabía lo que andaba buscando. ¡Demasiada reflexión, lógica, sentido! La vida misma no obedece a ninguna lógica ¿por qué querer inferir su significado a fuerza de lógica? Yo creo que debería apartarme de la reflexión, pues ésta es la raíz de mi mal.
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En un instante, el aire parece detenerse de nuevo; la pareja de faisanes de las nieves de un ceniciento blancuzco, pintado, de patas rojas, llenos de vida, parece no haber existido nunca, como una alucinación. No hay más que el inmenso bosque inmóvil e interminable, mi existencia se me antoja tan efímera que no tiene ya sentido.
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La luz del sol me pertenecía de nuevo. Me tocaba disfrutarla. Sentado en una silla, al borde del césped, mi compañero de clase se puso a hablar del destino con elocuencia. No se habla del destino más que en los momentos en que ya no es necesario.
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En la superficie silenciosa del agua, incluso las aves acuáticas han desaparecido. Imperceptiblemente, las aguas brillantes comienzan a oscurecerse. A partir de los cañaverales, se extienden los colores del crepúsculo, un aire glacial sube bajo mis pies. Me siento transido. Ni estridores de grillos, ni croar de ranas. Tal vez esté aquí, por fin, esa soledad original desprovista de sentido que yo buscaba.
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No sé ya dónde estoy en esta región ni urbana ni rural, sobre todo cuando veo, al borde de lo que se diría una calle, dos sentencias paralelas pegadas en el enrejado de la ventana de una antigua casa de negras vigas: «Los niños juegan afuera, por doquier reina la paz entre los hombres». No tengo ya la impresión de avanzar, sino de volver a mi infancia como si no hubiera conocido ni guerra, ni revolución, ni luchas sucesivas, ni críticas ni contracríticas, ni, ahora, la vuelta a las reformas, que no es tal, como si mi padre y mi madre no estuvieran muertos, como si yo mismo no hubiera sufrido, como si no hubiese crecido; emocionado, he estado a punto de deshacerme en lágrimas.
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A lo largo de la carretera, el caudaloso torrente deja correr con impetuosidad sus espumeantes aguas, las montañas redondeadas y el cielo rutilante resultan deslumbrantes, los tejados de las casas de piedras planas relucen al sol, sus contornos son nítidos, como una serie de dibujos coloreados de finos trazos. Sentado en un autocar que da tumbos a toda marcha por la carretera, me embarga una sensación de ligereza, tengo la impresión de estar flotando con todo mi cuerpo sin saber hasta dónde voy a llegar. Y no sé lo que busco.
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Liu Zongyuan calificó a este animal [la serpiente] de «más terrible que un tigre». A continuación, atacó la tiranía diciendo que era más horrible que esta serpiente. Él era alto funcionario, mientras que yo soy un ser normal y corriente. Él era mandarín y debía ocuparse prioritariamente de las desdichas de la tierra. Yo, que recorro el mundo, no me preocupo más que de mi propia existencia.
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Me acompañó hasta la estación de autobuses. Allí encontró a varias personas conocidas. Las saludó y habló con cada una de ellas. Tenía un aspecto de lo más natural y relajado. Tan sólo evitaba mirarme y yo no me atrevía a cruzar una mirada con ella. Yo oía que me presentaba, decía que era escritor, que había venido a recopilar canciones populares. Justo en el momento en que el autobús se ponía en marcha, volví a ver su mirada. No pude soportar su claridad, no pude soportar la pureza de su deseo.
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Ando siempre en busca del sentido, pero, a la postre, ¿qué es el sentido? ¿Acaso puedo impedir que los hombres construyan esa presa monumental mientras destruyen su propia memoria? No puedo hacer otra cosa que llevar a cabo indagaciones sobre mi propio «yo», minúsculo grano de arena. Únicamente puedo escribir un libro sobre «mí», sin ocuparme de saber si verá la luz. ¿Y qué sentido tiene escribir un libro más o menos? ¿Se echará de menos la cultura que haya sido destruida? ¿Y tiene el hombre tanta necesidad de cultura? ¿Y qué es la cultura?
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Debes saber que lo que buscas en este mundo es raro, tu avidez es exagerada. Todo cuanto puedes obtener en definitiva son vagos recuerdos, indistintos como tus sueños, nunca recuerdos que puedan valerse de las palabras. Cuando quieres contarlos no quedan más que frases bien ordenadas, algunos fragmentos pasados por la criba de las estructuras del lenguaje.
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No conviene sondear las almas, no conviene buscar las causas y los efectos, no conviene buscar el sentido todo no es más que caos.
El hombre no grita más que cuando no comprende, el que ha gritado no ha comprendido nada. El hombre es un ser difícil que se crea sus propios tormentos.
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Los taoístas tienen la pureza como principio fundamental, la no-acción como sustancia, la naturaleza como forma de vida, la longevidad como verdad pero la longevidad exige la anulación del yo. Éstos son a grandes rasgos los principios del taoísmo.
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Me ha contado que, refugiado en su cabina de pilotaje, asistió a una carnicería durante la Revolución Cultural. Eran por supuesto hombres lo que estaban matando, no peces. De tres en tres, atados por las muñecas con un alambre, fueron empujados hacia el río por unos disparos de metralleta. Tan pronto como uno de ellos era alcanzado, arrastraba a los otros al agua y los vio debatirse como peces atrapados en el anzuelo, antes de ser llevados a la deriva por la corriente cual perros reventados. Lo curioso es que cuantos más hombres se mata, más numerosos son éstos, mientras que los peces, cuantos más se ha pescado, más escasos se vuelven. Sería preferible lo contrario.
Los hombres y los peces tienen en común que los grandes hombres y los grandes peces han desaparecido todos. Bien se ve que el mundo no está hecho para ellos.
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Por la ventana, veo en el suelo nevado una minúscula rana. Parpadea un ojo y abre de par en par el otro. Me observa sin moverse. Comprendo que se trata de Dios. Se manifiesta a mí bajo esta forma y mira si he comprendido.
Parpadea para hablarme. Cuando Dios habla a los hombres, no quiere que oigan su voz.
Eso a mi no me sorprende, como si debiera ser así, como si Dios hubiera sido siempre una rana con un ojo totalmente redondo, inteligente, abierto de par en par. ¡Qué misericordia la suya de tener a bien ocuparse de un hombre tan digno de lástima como yo!
Es preciso que yo comprenda el lenguaje incomprensible con que se expresa con su otro ojo, parpadeando hacia los hombres. Pero eso no es asunto suyo.
Puedo igualmente considerar que ese parpadeo no tiene ningún sentido, pero su sentido radica tal vez precisamente en su ausencia de sentido.
No existen los milagros, he aquí lo que Dios me ha dicho, a mí, eternamente insatisfecho. Le hago una pregunta:
En ese caso, ¿queda aún algo por buscar?
Todo está en calma a mi alrededor. Cae la nieve en silencio. Estoy sorprendido por esta clama. Una calma paradisíaca.
Ninguna alegría. La alegría no existe más que en relación a la tristeza.
Solo cae la nieve.
En ese instante, no sé dónde está mi cuerpo, no sé de dónde sale este pedazo de tierra del paraíso. Escruto los alrededores.
No sé que no comprendo nada, creo que aún lo comprendo todo.
Las cosas suceden detrás de mí. Siempre hay un ojo extraño. Lo mejor es aparentar que se comprende.
Aparentar que se comprende, pero de hecho no comprender nada.
En realidad, no comprendo nada, pura y simplemente nada.
Así es.
La montaña del alma
30 Mar
Esta entrada fue publicada el marzo 30, 2010 a las 8:06 am. Se guardó como Lecturas, Narrativa y etiquetado como china, Gao Xingjian, La montaña del alma, literatura china.
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