No voy a quemar banderas israelíes ni a mencionar la palabra holocausto. Pero este reportaje de Jon Sistiaga me ha recordado la inquietud que sentí cuando visité Israel hace varios años y comprendí la inclinada ladera por la que comenzaba a precipitarse la opinión pública israelí.
Siempre he defendido que el estado de Israel tiene tanto derecho a existir como el estado palestino y me ha escandalizado que un sello en el pasaporte de entrada en Israel fuera razón suficiente para convertirse en un paria al que se le prohíbe la entrada en el resto de los países árabes. Pero la militarización del país y el excesivo peso de los partidos religiosos en la política judía, aumentado por el caudal de inmigrantes llegados de Rusia y por la influencia de la comunidad judía de Estados Unidos, ha arrasado los orígenes socialistas y utópicos del país y le ha llevado a una deriva en la que una vida judía vale cien veces más que una vida palestina y se considera que los palestinos, como niños díscolos, sólo pueden aprender a palos.
Si la violencia es un recurso al que acuden siempre los más fuertes o los más desesperados, hay poco terreno para la esperanza en Israel y Palestina, poco espacio para la razón ante un abismo de odio del que la muerte es el único final conocido.
Lo que Israel no quería que viéramos – Segunda parte
Lo que Israel no quería que vieramos – Tercera parte