Lugares

Caídos de la inocencia, en verdad cuándo, en verdad dónde, y cómo era aquello, cuando aún podíamos escribir versos, y de cientos se lograba si acaso uno, pero con ese sólo salvábamos algo o creíamos salvar algo, y tal vez aún podríamos, pero ya no creemos, ya no creemos en la curación por la palabra, en la curación por el espíritu. Lo extraño era que esos versos no necesitaban ser leídos por nadie, estaban ahí, algo estaba ahí y transformaba el mundo, desde el cuaderno, desde el cajón actuaba, su resplandor atravesaba los gruesos muros, así lo creía, lo creíamos, los poetas en la época de la inocencia, pero ya terminó, y hace ya mucho, así que ahora nada vale, nuestro paciente esfuerzo por una línea, por una palabra, por el sonido de una vocal, y aún nos rebelamos, por qué no, el arte es eterno, el arte no puede desaparecer, eso aprendimos. Pero también aprendimos muchas otras cosas, como que el hombre es bueno y el buen Dios cuida de él, y que el soldado es un soldado y el civil un civil, perspectivas que ya no podemos tomarnos en serio, y lo Bello se nos muere bajo la mano que escribe.

[…]

Recibí carta de una coetánea, decía: Todos vivimos en el corredor de la muerte, nadie nos visita, no podemos salir de aquí, sólo esperar hasta que nos recogen, y la plataforma ya está construida en el patio. No comprendo a la mujer que escribe la carta, sé que he de morir, pero no me siento encerrada en una celda. Oigo los ruidos salvajes y violentos de la vida, siento el sol y el granizo en la cara. La edad no es un calabozo para mí, sino un balcón desde el que todo se ve más distante y más preciso. Desde el que, en ocasiones, uno cae herido por el rayo o desmayado en un mareo, pero no porque todo sea oscuro y solitario, sino porque el sol resulta demasiado poderoso.

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Año 1945, palabra mágica que, aún veinte años después, sigue poniendo un rastro de melancolía en los rostros, ¿nostalgia de qué?, ¿nostalgia de la cómoda miseria, del no-poseer-ya-nada, del no-tener-que-imaginarse-ya-nada? O de esa hermandad que nunca antes habíamos vivido y que pronto llegó a su fin. Y, qué extraño, mi hija, que era todavía una niña, sólo tiene de esa época los recuerdos más desagradables, ser expulsados de casa por militares, cobijarse, en cualquier parte, comer algo repugnante en la beneficiencia, qué se supone que tiene de hermoso, y yo le digo, testaruda, algo de hermoso había.

[…]

Aún hoy me pertenece, en toda su decrepitud, no puedo abandonarlo, aunque sienta ganas de volverle la espalda hasta que el primer verde surja en los sauces. Debo permanecer a su lado como se hace con un enfermo. La piel blanquecina del césped, los estanques ciegos que debemos revivir cada año, ese morirse sin consuelo, y no podemos desviarnos hacia los países cálidos o hacia la pura piedra y el asfalto. Porque él me pertenece, el parque, no puedo apartarme, debo permanecer, todo noviembre, diciembre y los meses de nieve, y prestarle atención, a él y a la luz creciente. Sí, de esa manera me lo figuro, aunque sé que su enfermedad no es camino de muerte, que sus brotes ya se están formando, mientras que a mí, su cuidadora, nadie puede salvarme del hundimiento definitivo.

Marie Luise Kaschnitz: Lugares (Pre-Textos)

Esta entrada fue publicada el enero 14, 2009 a las 11:03 pm. Se guardó como Lecturas, Narrativa y etiquetado como , . Añadir a marcadores el enlace permanente. Sigue todos los comentarios aquí gracias a la fuente RSS para esta entrada.

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