En un mercadillo encontré este libro: su precio, constantemente rebajado y tachado en su interior: 7 , 6… 1€. Lo mismo que valía su vida para los que dieron la orden de asesinarla: Anna Politkovskaya, periodista hasta las últimas consecuencias, murió asesinada en Moscú el 7 de octubre de 2006. Su testimonio es imprescindible para comprender las cloacas de sufrimiento sobre las que se eleva la inmensa pirámide de odio y poder sobre la que se encuentra el ex agente del KGB y hoy presidente de la Federación Rusa Vladimir Putin.
Tras las elecciones de 2000, hasta el día de hoy, la guerra sigue siendo su gran causa. Putin y su pueblo han bendecido en Rusia algo que ningún país puede aprobar, salvo aquellos con tendencias totalitarias: una corrupción sobre la base de la sangre; millares de víctimas que no suscitan ni extrañeza ni protesta; un ejército corrompido por la anarquía militar; un espíritu chovinista en el seno del aparato gubernamental que se hace pasar por patriotismo; una desenfrenada retórica de estado fuerte; un racismo antichecheno, oficial y popular, con metástasis que se extienden a otros pueblos de Rusia…
No quiero a Putin porque para sentarse en el trono y reinar como amo y señor (y salir siempre bien parado en los sondeos de opinión) ha fomentado la gangrena moral de Rusia.
Como todos los dictadores del siglo XX, Putin juega con los sentimientos más bajos del pueblo. No me gusta, porque me resulta fácil imaginar cómo reaccionará un adolescente ruso después de ver esta serie y oír los discursos del presidente: se levantará del sofá dispuesto a luchar contra «ellos». Pero ¿qué sentirá el adolescente checheno? Una intransigencia y un odio feroz hacia nosotros; si no es un canalla no tiene otra salida. La misma reacción se aplica a los adultos. He llegado a la conclusión de que Putin patrocina la guerra civil en su propio Estado. Enfrentar a las diferentes etnias que integran una misma nación es un crimen de Estado que produce necesariamente separatismo, terrorismo y extremismo, además de generar la más terrible violencia. Y la situación es tanto más grave cuanto que Putin no actúa a la ligera, sino de manera calculada, con el único objetivo de conservar su renombre. El racismo encuentra en Europa un terreno abonado entre las clases desfavorecidas. En Rusia, donde la mayoría de la población ha perdido sus referencias y se encuentra sumida en la miseria, el racismo tiene un eco fantástico, lo que beneficia extraordinariamente a Putin y le permite mantenerse en el poder, al que ha accedido casi por casualidad.
Este juego, esta explotación del sentimiento racista, comenzó con la guerra en Chechenia. Hablando con propiedad, la guerra no se habría iniciado si el teniente coronel Putin, poco conocido por la opinión pública, no hubiese necesitado aumentar sus cuotas de popularidad para las elecciones presidenciales. Al continuar esta vergonzosa guerra una vez elegido, el presidente reforzó la «fe» de sus partidarios, convencidos de antemano de que los chechenos debían ser si no exterminados, al menos confinados en un gueto cercado por el ejército. Pero las consecuencias no terminaron ahí, y el racismo se extendió como una mancha de aceite entre los que aún se mostraban dudosos. Hoy, la Rusia de Putin produce a diario nuevos amantes de los pogromos. Las agresiones contra los caucásicos en los mercados de la mayoría de nuestras ciudades se han convertido en rutina, y eso que la televisión sólo menciona las más sangrientas… Pero Putin no detiene ni frena la máquina infernal que él mismo ha puesto en marcha, por la sencilla razón de que necesita ganar las elecciones presidenciales de 2004.
¿Cuál es el resultado de esto? Rusia cuenta hoy con millones y millones de ciudadanos con opiniones racistas bien arraigadas. La situación es una catástrofe planetaria, si tenemos en cuenta las dimensiones de nuestro país.
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¿Nosotros? Estamos dispuestos a sacarnos las tripas por cada palabra que nos desagrada. Somos intolerantes e intransigentes.
¿Nosotros? Sencillamente hemos vuelto a poner en vigor conceptos tan graves como el de «enemigo del pueblo», y colgamos esta etiqueta sin distinciones a todos los que no piensan como la mayoría.
¿Nosotros? Hemos reconocido que una bala en la cabeza es el medio más sencillo y natural de resolver cualquier conflicto, por nimio que sea.
¿Nosotros? Endurecidos por la guerrra, odiamos más de lo que amamos. El odio es nuestra oración. Apretamos los puños fácilmente, pero nos cuesta volver a abrirlos. Y una vez más, en lugar de respirar el aire a pleno pulmón, nos alimentamos de la sangre de nuestros compatriotas sin que nada nos extrañe.
¿No es esto una guerra civil?
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Al margen de lo que afirman los médicos, neurólogos y psiquiatras sobre nuestras posibilidades infinitas, cada hombre dispone de una resistencia moral limitada, más allá de la cual se abre un abismo personal. Esto no significa necesariamente la muerte. Puede haber situaciones peores, como la pérdida total de la propia humanidad en respuesta a las innumerables atrocidades de la vida. Nadie puede saber de qué será capaz si se ve envuelto en una guerra.
El Grozni de hoy ofrece al ser humano razones para caer en este abismo. Lo que se ha construido aquí es un mundo de irracionalidad militar total, y aunque la guerra terminase mañana, quién sabe lo que ocurriría. La situación podría prolongarse por mucho tiempo, merced a su propia inercia. Estoy segura.
¿En qué consiste la irracionalidad chechena?
Un hombre sensato, habituado desde su infancia a llevar una vida normal, es incapaz de comprender el origen de los acontecimientos que están desgarrando Chechenia. Poco importa que este hombre sea checheno o ruso. Que sea un soldado o un combatiente o un ciudadano ordinario que intenta mantenerse al margen para salvar el pellejo… Al cabo de algún tiempo, ante la imposibilidad de encontrar respuestas razonables, la conciencia de este hombre comienza a pudrirse como un champiñón, su espíritu se encuentra en un callejón sin salida.
Pero esto no es la locura; se trata de un fenómeno diferente. Es como si los pilares que han sostenido tu vida hasta ese momento se desmoronasen: empiezas a tener la impresión de que tú también puedes permitirte un poco más de lo que te has permitido hasta entonces, piensas que la moral es una estupidez inventada por ignorantes, mientras que tú eres portador en lo sucesivo de un conocimiento particular…
Al principio sólo piensas en permitirte ese «poco más». Luego, poco a poco, el mecanismo que te frena se desajusta y cada día te dejas llevar más lejos… Es extraño que alguien resista ese proceso.
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Tras el breve intervalo de Yeltsin, Rusia, amputada de sus «repúblicas hemanas» de la Unión Soviética, se sintió incapaz de vivir cómodamente sin tradiciones ni ambiciones imperiales. Rusia necesita «un pequeño» y «un malvado» para sentirse grande e importante. El goce orgásmico de ser una gran potencia se alimenta de la aniquilación del otro, de su humillación, lo cual se logra con absoluta impunidad. El principio es muy sencillo: ésta es la «zona de residencia» destinada a los «malvados» a los que es necesario «reeducar», y ése es el resto del territorio ruso, donde viven los «buenos» y que en comparación con aquel infierno parece un paraíso.
Ésta es la naturaleza de nuestro patriotismo neoimperial y neosoviético, adoptado por Putin y por todo el «poder vertical». Hoy en día la mayor parte de nuestros gobernantes son Putins en miniatura que hablan de un Estado fuerte y de patriotismo, mientras fustigan a los «enemigos del pueblo».
Todo esto parece irracional. Sin embargo, da frutos completamente racionales y tangibles, como cotas de popularidad bastante elevadas para las autoridades en general y para Putin en particular. Porque nos gusta mucho que nuestras autoridades se vean rodeadas por un ligero halo de «pasión» imprevisible. Poco importa que este halo envuelva a hombres cínicos y sanguinarios y poco importan las consecuencias. Nosotros sólo pensamos en el goce inmediato. Ésta es la razón por la cual nuestros gobernantes no tienen visión a largo plazo y no brillan por su inteligencia. Putin no es una excepción. El mito de su inteligencia satánica no es más que una campaña de imagen destinada a Occidente. Y supongo que Europa y Estados Unidos lo acogen no por su inteligencia y perspicacia, sino por su capacidad para «contener a Rusia» dentro de los límites que a ellos les conviene, sin preocuparse de los medios utilizados por el poder ruso.
[…]
Soy enemiga de un ejército inmoral y depravado. Soy enemiga de las mentiras sobre Chechenia, enemiga de los mitos y de las leyendas fabricadas por los propagandistas del ejército, enemiga de los cobardes anónimos que se atreven a llevar charreteras.
Me doy perfecta cuenta del abismo que nos separa. Y comprendo la alusión que contiene la última frase de su carta anónima. Héla aquí: «Y si usted es no obstante una enemiga, sepa que en la República Chechena somos implacables con los enemigos…». Esto significa que están ustedes amenazándome claramente con la muerte o con un juicio sumario. Una vez más: ¡deberían avergonzarse de esa costumbre de disparar contra todo el que no les gusta, sin hacer el menor intento por entablar un diálogo, y dejar la «firma» de sus actos en Chechenia!
Les perdono porque no saben lo que hacen. Están enfermos de Chechenia, enfermos de guerra. Cuídense. Saquen fuerzas y aprenderán a pensar y a extraer consecuencias, a hablar con la gente cara a cara, mirándola a los ojos, sin máscaras ni anonimato.
Anna Politkovskaya: La deshonra rusa (RBA)