
Charles Clifford – Tipos locales, España, 1858
Una fotografía, como el verso de un poema, no tiene significado fijo. Por un lado, no existe sin un pie, que el espectador propone mentalmente cuando el sujeto o el contexto son reconocibles, o el fotógrafo, cuando no lo son. O bien sabemos lo que estamos mirando o bien necesitamos que se nos informe. Por otro lado, no se puede parafrasear: no hay palabras que puedan expresar todo lo que estamos mirando. Una fotografía nos dice algo, pero nunca lo suficiente: casi todo su poder reside precisamente en que nos brinda una impresión indefinible de su asunto mientras nos impulsa a que imaginemos lo que falta, el mundo fuera del marco literal. Lo anterior es especialmente cierto en la fotografía antropológica, en la cual el sujeto, por definición, es una cultura desconocida, sea que esa cultura resida en casas comunales o ande por ahí en los centros comerciales.
Una monografía puede presentarnos los hechos de la organización social, los mitos, las ceremonias del nacimiento y la iniciación y la muerte, pero una fotografía, como decía el viejo lema de la Kodak, «te pinta el cuadro» [«puts you in the picture»]. Su inmediatez es tangible. Se está, al fin y al cabo, mirando a alguien que a menudo devuelve la mirada, o se está mirando, desde escasa distancia, a la gente mientras hace algo, y se entrevé el paisaje desconocido que habita. A diferencia de los datos de una monografía, la fotografía induce una respuesta. […] el espectador elabora el relato, la narración de la cual la fotografía es una escena. Una suerte de «docudrama» televisivo: una ficción, escrita por el espectador, «basada en hechos reales», vista por el fotógrafo.