En el mes de septiembre pasaré quince días en Ruanda intentando completar un proyecto que estoy desarrollando sobre el genocidio de 1994. Es un trabajo ilusionante para el que me faltan horas en el día y para el que me faltarán días en Ruanda. La vida es así.
Dentro del proceso de documentación sobre el proyecto, le ha tocado el turno a un conocido libro del periodista norteamericano Philip Gourevitch: Queremos informarle de que mañana seremos asesinados con nuestras familias. El título parte de una carta escrita por varios pastores tutsis que se refugiaron en la iglesia de Mugonero a mediados de abril de 1994. Al día siguiente ellos y varios cientos de tutsis que se agolpaban con ellos en la iglesia fueron asesinados.
Así que la historia de Ruanda es peligrosa. Como cualquier historia, es un archivo de las sucesivas luchas de poder y, en gran medida, el poder consiste en la habilidad de hacer que otros habiten tu historia de su realidad… aun cuando dicha visión quede escrita en sangre, como ocurre tan frecuentemente.
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Al fin y al cabo, el genocidio es un ejercicio en la construcción de la comunidad. Un régimen totalitario fuerte necesita que el pueblo esté impregnado de la mentalidad del líder, y si bien puede que el genocidio sea el medio más perverso y ambicioso de conseguir ese objetivo, es también el más integral. En 1994, Ruanda era para gran parte del mundo el ejemplo del caos y la anarquía que acompañan a los estados hundidos. De hecho, el genocidio fue el producto del orden, del autoritarismo, de décadas de teoría y de adoctrinamiento político moderno y de uno de los estados más meticulosamente administrados de la historia. Por extraño que suene, la ideología -o lo que los ruandeses denominan «la lógica»- del genocidio se defendió como un medio no de provocar sufrimiento sino de aliviarlo. El espectro de una amenaza absoluta que exige su total eliminación envuelve al líder y a su gente en un abrazo utópico y hermético y el individuo -siempre molesto para la totalidad- deja de existir.
Puede que las masas que intervinieron en los ensayos de masacres de principios de la década de 1990 no hallaran mucho placer en asesinar obedientemente a sus vecinos. No obstante, pocos se negaron a hacerlo y fueron rarísimos los que se resistieron abiertamente. Matar tutsis era una tradición en la Ruanda poscolonial; unía al pueblo.
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Me contaron que una mujer inglesa de una organización humanitaria se había impresionado mucho cuando había visto a los hombres del FPR disparando contra los perros que se alimentaban de los cadáveres en una sala del gran centro catedralicio y del obispado de Kabgayi, que había hecho las veces de campo de exterminio en la Ruanda Central. «No puede matar a los perros», dijo la inglesa a los soldados. Estaba equivocada. Hasta los cascos azules de la UNAMIR disparaban a todo perro viviente a finales de verano de 1994. Después de meses durante los cuales los ruandeses se habían estado preguntando sin las tropas de la ONU sabían dispara, porque jamás habían utilizado sus excelentes armas para detener la exterminación de civiles, resultó que el Cuerpo de Paz tenía muy buena puntería.
El genocidio había sido tolerado por la denominada comunidad internacional, pero me dijeron que la ONU consideraba la ingestión de cadáveres por parte de los perros como un problema sanitario.
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Ruanda había presentado al mundo el caso más inequívoco de genocidio desde la guerra de Hitler contra los judíos, y el mundo envió mantas, legumbres y vendas a campos controlados por los asesinos, aparentemente esperando que todos se portarían bien en el futuro.
El compromiso occidental posterior al Holocausto de que nunca volvería a tolerarse un genocidio se demostró vacío de contenido, y por muchos buenos sentimientos que inspiraran el recuerdo de Auschwitz el problema sigue siendo que existe mucha diferencia entre denunciar el mal y hacer el bien.
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Lo que distingue al genocidio del asesinato, e incluso de los actos de asesinato político que siegan el mismo número de víctimas, es la intención. El delito es querer extinguir a un pueblo. La idea misma es el delito. Por eso es tan difícil de imaginar. Para hacerlo tienes que aceptar el principio del exterminador, y no ver personas, sino un pueblo.
Philip Gourevitch: Queremos informarle de que mañana seremos asesinados con nuestras familias (Debate)