El coleccionista de mundos

Siempre me ha fascinado la vida de Richard Francis Burton, un viajero deslumbrante y contradictorio que fue capaz de hablar más de 20 lenguas movido por la curiosidad que le empujaba a intentar comprender las culturas por las que transcurrieron sus viajes. Burton vivió muchas vidas -como espía, explorador o traductor- y se jugó muchas de ellas –una lanza le atravesó la cara en Somalia, afrontó graves enfermedades en su viaje al lago Tanganika y realizó la peregrinacion a La Meca disfrazado de médico persa-, pero tuvo suerte y fortaleza y murió en la cama a los 69 años. Quiso ser un brahmán entre los hindúes y el más piadoso de los musulmanes. Cualquier cosa, menos ser un correcto inglés en la correcta Inglaterra. Se casó con una católica, tradujo el Kama Sutra, polemizó con superiores y compañeros. Richard Francis Burton es el protagonista de El coleccionista de mundos, una gran novela de Ilija Trojanow: un lujo para la inteligencia y para los sentidos.

Deberías haberte dado a conocer en el acto, le dijo el maestro. Ésa no es tu lucha. Crees que puedes cambiar de bando con excesiva facilidad. Lo que has hecho ha sido únicamente por vanidad.  A lo que sahib Burton respondió: Vosotros sólo pensáis en modelos toscos, amigo y enemigo, nuestro y vuestro, negro y blanco. ¿No se os ocurre pensar que hay algo en medio? Cuando adopto la identidad de otra persona, puedo sentir cómo es, puedo ser él. Eso son imaginaciones tuyas, replicó el maestro. Al disfrazarte, no te incautas de su alma. No, claro que no. Pero sí de sus sentimientos, porque éstos están condicionados por la forma en que los demás reaccionan ante él, y yo soy capaz de percibirlo. Reconozco que me conmovió escuchar esas palabras. Sahib Burton casi suplicaba, tanto ansiaba creer en la verdad de sus palabras. Pero el maestro no mostró la menor indulgencia. Puedes disfrazarte cuanto quieras, nunca sabrás lo que es ser uno de nosotros. Puedes despojarte en cualquier momento de tu disfraz, siempre te quedará ese último recurso. Pero nosotros estamos encarcelados en nuestra piel. No es lo mismo ayunar que pasar hambre.

El coleccionista de mundos: una novela sobre el explorador Richard Francis Burton

[…]

No soporta las inexactitudes. Pero no desvelará sus sentimientos. No todos. Especialmente porque a veces ha dudado de ellos. No quiere contribuir al aumento de la confusión en el mundo. Sería impropio de él; además, tampoco puede permitírselo. ¿Quién en Inglatera podrá seguirlo al reino de la penumbra, quién entenderá que las respuestas encierran más misterio que las preguntas?

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A veces la ciudad, harta, eructaba. Todo olía a vómito. En el borde de la calle yacía un sueño a medio digerir que no tardaría en desahacerse. Una cuchara cortaba la carne de una papaya muy madura, las plantas del pie exudaban cilantro al regresar a casa desde el mercado. No sabía qué le repugnaba más, si la brisa marina, en la marea baja hedionda de algas y medusas varadas en la arena, o los aromas del desayuno musulmán, despojos de cabra fritos en pequeños hornos. La senda de la humanidad estaba empedrada de taimadas seducciones.

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Le asqueaba el pegajoso embrutecimiento de una vida consagrada al billar y al bridge, se negaba a esperar a que transcurriera el tiempo que debía estar de servicio hundido en cojines tan gruesos como enmohecidos, con la mirada clavada en aquellas uñas en las que se acumulaban la arena y el polvo. Sólo había una posibilidad de no desperdiciar la vida: aprender idiomas. Los idiomas eran un arma con la que se liberaría de las ataduras del tedio, impulsaría su carrera, aguardaría tareas más ambiciosas.

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¿Por qué tienes la piel tan oscura? Ella se volvió hacia él y le miró como si hubiera hecho una pregunta improcedente. Luego se inclinó hacia él, hasta que apenas podía verla de lo cerca que estaba. Porque nací un día de luna nueva, susurró, y sus ojos explotaron como cohetes.

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Tras una prolongada lucha interior se decidió a hablarlo con ella. Ésas son las tareas difíciles de la vida: ¿Cómo le pregunto a mi amante, a mi amante comprada, para ser exactos, por qué no nos enamoramos como dos debutantes en un baile? Ella rehuyó su pregunta hasta que la acorraló tanto que reaccionó con una ira impensable en ella. Soy una leprosa, respondió con voz monocorde, puedo gustarte durante años, o a otro hombre, hasta que mi cuerpo me traicione, hasta que mi belleza se haya desvanecido, entonces no me quedará otra opción que entregare de nuevo al dios, y mi única ventaja será que ningún hombre querrá yacer conmigo. Sólo la proximidad de la muerte me protege de vuestro deseo. Él seguía callado. ¿Crees que no desearía escapar? Lo deseo. Pero no a costa de otra mentira. Él callaba. ¿Quieres amor? ¿Durante cuánto tiempo? ¿Cuánto tiempo estarás aquí? Unos años, después de irás, y aunque te quedases, tarde o temprano te apetecería casarte con una mujer de los tuyos para tener hijos con ella. No, la interrumpió él, no deseo tal cosa, casarme, hijos, eso no me apetece. Entonces se abatió un silencio que los separó.

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Adavaita significa sencillamente «único». Présteme atención, querido shishia, y dígame luego si ha escuchado alguna vez una idea más rigurosa. Según Adavaita no existe nada salvo una única realidad cuyo nombre carece de importancia: dios, lo infinito, lo absoluto, Brahmán, Atman, da igual como lo denominemos. No existe ni un solo atributo capaz de definir esta realidad. A cada intento de describirla hemos de responder: ¡No! Podemos decir lo que no es, pero no lo que es. Todo lo que aparece como existencia, el mundo de nuestro espíritu y de nuestros sentidos, no es más que lo absoluto bajo una concepción falsa. Lo único que existe bajo ese raudal de quimeras del ego es el verdadero yo, la individualidad. Tat tva asi, dice Adavaita, tú eres eso. Por eso, shishia mío, y esto es lo único que le diré antes de acostarnos, cualquier pensamiento de enemistad constituye una infracción del orden supremo. Por eso considerarnos extraños, considerarnos otros ya es violencia.

[…]

No conmueve lo ostensible, sino los signos que cualquiera de ellos reconoce con la mirada interior, ellos no ven una pequeña ciudad insignificante, un pequeño oasis en medio del desierto, no ven al-Madinah -la ciudad-, sino que captan toda la grandeza de la fe, la fuente, el origen. Y también él baja al mirada hacia la Gloriosa, y sus gritos resuenan entre las peñas, y a pesar de que no llora, como algún que otro peregrino, abraza con fuerza a Saad, se hunde en el abrazo de ese hombre gigantesco murmurando sinceras palabras de agradecimiento. La mayor felicidad del mundo, dice Saad, la mayor felicidad del mundo. Permanecen en la cumbre largos minutos, hermanados, unidos en la festiva fraternidad motivada por la visión de Medina. Si en ese momento alguien le preguntase por su confesión, declamaría con fervor la primera profesión de fe. Sin una limitación como la que minutos después le pasa por la cabeza: Espera, tú no eres uno de ellos. ¿Por qué prorrumpes en gritos de júbilo? Por supuesto que soy uno de ellos. Tú obligación es observar. Yo deseo participar. Los viajeros reanudan la marcha, descendiendo por senderos serpenteantes, y los ojos de él comienzan a penetrar el embrujo, sobrevuelan la pequeña ciudad diseccionándola, y lo va grabando todo en su mente, la topografía, la muralla, los edificios principales, la puerta rectangular, Bab Anbari, por la que entrarán en Medina; y cuando deja de observar con aquella minuciosidad, constata que su entusiasmo se ha desvanecido.

[…]

Llegó a  la mezquita de su barrio. Un sura recitado a cuatro voces brotaba de una madrasa vecina. El viejo se detuvo y se apoyó con las manos en la pared de la casa. La piedra era rugosa, fresca, tranquilizadora como un murmullo, una promesa vacía: Nada es eterno, aunque lo juren unas voces infantiles. Cada mañana había que buscar de nuevo la verdad que se había desvanecido durante la noche. Alguien se situó a su lado. Ya es hora de que veas la mezquita por dentro. La voz del imán sonaba ronca. El viejo no abrió los ojos. Eso provocaría inseguridad en el imán, que confiaba en el efecto de sus ojos brillantes. ¿Nunca tienes miedo, Baba Sidi? Pronto vendrá a buscarte la muerte. El viejo frotó las palmas de sus manos por la pared áspera. Estoy confuso, dijo despacio al cabo de un momento, como si vacilase a la hora de pronunciar cada palabra. No sé si me transformaré en un cadáver o en un espíritu. Tus pensamientos son ciegos, Baba Sidi, te conducen al abismo. […] ¿De qué tienes miedo, Baba Sidi? Del lenguaje de los zoquetes al que tú y los que son como tú traducís cualquier experiencia. Lo que he visto no cabe en las reducidas estancias que tú preparas.

[…]

Quién sabe por qué buscamos la salvación junto al lago en lugar de ocultarnos en el bosque como hicieron otros. Al menos eso es lo que me imagino, pues más tarde, cuando estuvimos alineados, las manos encadenadas a un madero, faltaban algunos de mis hermanos, ya no estaban entre nosotros, y ésa fue la única alegría que sentí. Yo era tan joven como tú, lo bastante mayor como para ser pasto del cuchillo, un pájaro que volaba de rama en rama, un pájaro que no tenía que acudir a ninguna madrasa, ni quedarse en ningún patio interior, que podía saltar por bosques y prados, que saltaba al lago cuando alguien vigilaba a los cocodrilos y palmeaba el agua si se acercaban. Entonces un día llegó un desconocido con máscara, fue el día en que me rompieron las alas y las piernas hasta que ya no supe si era un simple trozo de carne arrastrado por la tierra caliente. Las máscaras desconocidas hablaban con la lengua del látigo. Querido mío, tú no conoces la lengua del látigo, ni siquiera el palo conoces, tu padre olvida la furia en tu presencia, tú no sabes cómo te ofende antes de dolerte, cómo te castiga antes de amenazarte, cómo atraviesa tus sentidos obligándote a caer de rodillas, a seguir dando traspiés, quieres cortarte la lengua de un tajo, pero nuestras manos estaban atadas, y cuando a veces descansábamos durante la noche, porque algunas noches nos obligaban a caminar, también nos ataban los pies, y si hoy, tres vidas después, examinas la muñeca de tu abuelo, verás las cicatrices de aquellos días en los que concluyó mi primera vida, mi vida de niño, la vida con mis mayores y mis semejantes. Nunca más he encontrado a alguien que conociera mi pueblo y rezara a los mismos antepasados que yo, y transcurrieron muchas estaciones de lluvias hasta que me topé de nuevo con alguien que conocía mi idioma.

A partir de ese día estuve solo. Lo pero era por la noche, pues las hienas se deslizaban a nuestro alrededor y las oíamos. También los árabes las oían, y tiraban piedras a la oscuridad que a veces rebotaban y otras chasqueaban. Luego ellos se tendían a dormir alrededor de la hoguera, seguros, y nosotros gritábamos. Nuestros gritos eran la única arma contra las hienas que olfateaban a nuestro alrededor, un arma sin filo que incrementaba nuestro miedo mientras las hienas se acercaban furtivamente. No te imaginas, amigo mío, cómo puede gritar una persona antes de que le arranquen al voz de un mordisco, y tú oyes algo que nunca has oído y nunca deberías oír. Nosotros no podíamos mirar esa cara desgarrada a la mañana siguiente, nuestros hermanos ya no eran personas, sino jirones de carne arrancados de su cuerpo, cadáveres, y sus espíritus caminaban cabeza abajo o se internaban raudos entre los árboles, deformándolos al igual que a todo aquel que pasaba junto a ellos. Cuando llegamos a la costa, todos nosotros estábamos muertos, muertos en espíritu, muertos en vida, muertos ambulantes, muertos con ojos como frutas aplastadas. Yo no olía el mar, ni las algas pudriéndose, ni oía el bramido de las olas, ni saboreaba el aire salado.

[…]

Ninguno de nosotros había doblado el lomo bajo el peso de una caravana capitaneada por wazungu [blancos], y los wazungu, hermanos míos, son personas extrañas, yo los conozco y los distingo, pero jamás llegaré a entenderlos. Ellos creen que el supremo destino del ser humano es llegar más lejos que sus antepasados. ¿Cómo vamos a entender algo así nosotros, que nos asustamos de ir a donde nadie ha ido antes? ¿Cómo vamos a comprender su dicha cuando logran cumplir la tarea que ellos mismos se han impuesto? Tendríais que haber visto la expresión de sus rostros: eran tan felices como el padre que sostiene en sus brazos a su hijo recién nacido, o como el recién enamorado que ve acercarse a su amada… […] Pero todo proyecta sombra, y no podéis imaginaros cómo se ensombrecían sus rostros al enterarse de que no eran los primeros, de que alguien se les había anticipado. Las nubes más oscuras se cernían sobre su cara al menor peligro de que pudiera anticipárseles alguien.

[…]

-Una oración configurada como una ley sólo es necesaria cuando la oración constituye una excepción, cuando tú sales de tu vida para rezar. Pero si cada respiración tuya es una oración, si cada uno de tus actos es una oración, si honras a Dios porque estás en Dios, no hace falta otra oración. Al contrario: es la más elevada de todas las plegarias. En la mezquita la oración es una declaración de nuestras intenciones, bienintencionada y visible para todos. Es como una barca que tú preparas en tierra para la navegación, pero el examen tendrá lugar al hacerse a la mar, cuando se enfrente a la primera tormenta. ¿A quién le interesa entonces saber el aspecto que tenía la barca cuando aún estaba varada? ¿Creéis que Alá empezará a repasar nuestras oraciones cuando fracasemos?

[…]

Los wazungu a los que acompañé se llamaban a sí mismos exploradores, pero los verdaderos descubridores del continente fueron los traficantes de esclavos. A todos los lugares adonde llegábamos ya habían estado ellos. Los pueblos que no habían sido quemados estaban abandonados, y si los traficantes de esclavos no conducían su botín por tierra, llenaban barcos con sus víctimas

[…]

-No acierto a comprender qué os satisface tanto en estas historias, noche tras noche, hasta el punto de descuidar a vuestras familias. Garzas muertas, pelos cortados y un infiel por cuya boca habla el diablo.

-Aprendemos del mundo, imán, ¿cómo puede perjudicarnos eso?

-Creo que el imán obra según el proverbio: La persona que nada sabe, nada duda.

[…]

-Bwana Burton encontró algunos errores en el mapa de bwana Speke, se los señaló y a continuación bwana Speke modificó su dibujo. Yo los vi en su habitación, achicó un lago y agrandó el otro y trasladó las montañas más al norte. Yo me sentía confundido porque no lograba entender cómo los wazungu, por lo demás tan concienzudos, eran capaces de trazar con tanta ligereza unos mapas por los que se habían jugado la vida. Pero cuando comenté ese extraño comportamiento de los wazungu con el mganga [hechicero], él me contó la historia de las montañas, de los tres hermanos que por deseo de su padre, el rey de las montañas, emprendieron viajes, y comprendí lo que hasta entonces había permanecido inaccesible para mí: los mapas de los wazungu eran narradores de cuentos, y bwana Speke y bwana Burton variaban continuamente sus cuentos, como conviene a los buenos narradores.

Ilija Trojanow: El coleccionista de mundos (Tusquets)

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Esta entrada fue publicada el febrero 5, 2010 a las 10:37 am. Se guardó como Lecturas, Narrativa y etiquetado como , , , . Añadir a marcadores el enlace permanente. Sigue todos los comentarios aquí gracias a la fuente RSS para esta entrada.

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