El emperador

¡Sí, estimado señor, era asombroso el poder que ejercía el nombramiento imperial! Porque, fíjese, una cabeza corriente que hasta entonces se había movido de un modo natural y sencillo, tan ágil y libre, tan pronta a girarse, a inclinarse, a oscilar y a balancearse, una vez ungida por el nombramiento experimentaba una extraña reducción y, a partir de aquel momento, se movería tan sólo en dos direcciones: en la vertical-hacia abajo, que adoptaba en presencia del Honorable Señor, y en la vertical-hacia arriba, que adoptaba ante los demás. Fijada sobre ese eje «arriba-abajo», la cabeza no podía moverse libremente, y si la sorprendiéramos por la espalda llamando de repente: «¡Oiga, señor!», tal cabeza hubiera sido incapaz de volverse; su dueño habría tenido que detenerse con la mayor dignidad y sólo entonces, usando todo el cuerpo, habría podido girar aquella parte hacia el lugar de donde procedía la voz.

[…]

El trono irradia dignidad, pero sólo por contraste con la sumisión que lo rodea; es la sumisión de los súbditos lo que crea su superioridad y le da sentido; sin ella el trono no es más que un decorado, un incómodo sillón de terciopelo raído y torcidos muelles.

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La gente nueva se caracterizaba también por otro rasgo útil e importante: no tenía pasado, nunca había participado en ningún compló ni sus pezuñas estaban gastadas de tanto patear, no tenía nada vergonzoso que ocultar debajo de la capa: ¡vaya!, ni tan siquiera conocían la existencia de conspiración alguna, porque, al fin y al cabo, ¿cómo podían saber nada si su Noble Majestad había prohibido escribir la historia de Etiopía? Demasiado jóvenes, educados en provincias muy alejadas, ignoraban que el propio Emperador había llegado al poder gracias a un compló. Que en mil novecientos dieciséis, ayudado por embajadas occidentales, había dado un golpe de estado y desplazado al legítimo heredero del trono, Lydj Iyasu. Que ante la inminencia de la invasión italiana había jurado públicamente derramar su sangre por Etiopía y que, cuando aquélla se produjo, se embarcó para Inglaterra y allí pasó la guerra en la tranquila ciudad de Bath. Más tarde nació en él tal complejo frente a los jefes de la guerrilla que sí se habían quedado en el país para luchar contra los italianos, que, al regresar y ocupar de nuevo el trono, los fue liquidando o apartando uno a uno al mismo tiempo que otorgaba su favor a los colaboracionistas. Y que por ese camino había eliminado, entre otros, al gran caudillo Betwoded Negash, el cual en los años cincuenta se opuso al emperador y quiso proclamar la república.

[…]

Una especie de manía, amigo mío, se apoderó de este mundo loco e impredictible, la manía del desarrollo. ¡Todo el mundo quería desarrollarse! Todos pensaban en cómo desarrollarse, pero no de una manera natural, acorde con las leyes divinas, eso de que el hombre nace, se desarrolla y muere, sino en cómo desarrollarse de una manera espectacular, dinámica y potente; en hacerlo de forma que todos lo admirasen, lo envidiasen, hablasen de ello sin acabar de dar crédito a sus ojos. No se sabe de dónde surgió el fenómeno. Cual asustado rebaño, la gente se lanzó a una carrera ciega y desenfrenada en busca del progreso; bastaba con que en otro confín del mundo alguien se desarrollara para que aquí todos quisieran hacer otro tanto, no sin presionar ni embestir, exigiendo que se les desarrollara también a ellos con objeto de alcanzar igual nivel; y bastaba, amigo mío, con que te descuidases y no hicieses caso a tales voces para que pronto tuvieses que vértelas con motines, gritos, alzamientos, negaciones, frustraciones y postreras de ¡aquí me las den todas! Y, sin embargo, nuestro Imperio había existido durante cientos, ¿qué digo?, miles de años sin que se detectara progreso alguno y, a pesar de lo cual, sus soberanos habían gozado de gran respeto e incluso de una veneración digna de dioses.

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Finalmente llegó la hora en que tuvieron la osadía de reclamar reformas. El desarrollo, proclamaron, es imposible sin reformas. Hay que repartir la tierra entre los campesinos, abolir los privilegios, democratizar la sociedad, acabar con el feudalismo y liberar el país de la dependencia extranjera. ¿Qué dependencia, pregunto yo, si ya éramos independientes? ¡Tres mil años llevamos siendo un país independiente! He ahí un ejemplo de fútil garrulería y de mentes irreflexivas. En cuanto a lo de reformar, ¿cómo?, pregunto, ¿cómo reformar sin que todo se caiga hecho añicos? ¿Cómo se podía mover una pieza sin que se derrumbara todo lo demás? ¿Se habrían hecho esta pregunta aquellos irresponsables? Por otra parte, desarrollar y llenar las barrigas a un tiempo tampoco resulta nada fácil, pues ¿de dónde sacar el dinero? Nadie recorre el mundo regalando dólares. El Imperio producía podo y no tenía con qué comerciar. En vista del panorama ¿cómo se podían llenar sus arcas? He aquí el problema que nuestro Todopoderoso Soberano trataba con una dedicación particularmente solícita y al que consideraba de suma importancia, cosa que dejaba clara y manifiesta en el transcurso de la hora internacional.

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… y como consecuencia del solícito cuidado de Nuestro Bienhechor respecto al desarrollo de las fuerzas del orden y de su generosidad en este campo, en los últimos años de su reinado, los policías se multiplicaron tanto, aparecieron tantos ojos y oídos del Soberano por todas partes -emergían de debajo de tierra, se pegaban a las paredes, volaban por el aire, se colgaban de los picaportes, se agazapaban en las oficinas, acechaban entre la multitud, se apostaban en los portales, se agolpaban en los mercados- que la gente, para defenderse de la plaga de delatores, no se sabe dónde, cómo, ni cuándo, sin escuelas, sin cursillos, sin discos y sin diccionarios, aprendió una segunda lengua, dominó de prisa y de manera políglota un nuevo idioma y lo hizo suyo, alcanzando en su manejo una destreza tan extraordinaria que todos nosotros, gente llana e ignorante, nos convertimos de repente en una nación bilingüe. Este arte resultaba sumamente útil; más aún, nos salvaba la vida y nos permitía vivir en paz. Cada uno de los dos idiomas tenía su propio vocabulario, su propia gramática y sus propios significados, y, sin embargo, todo el mundo era capaz de superar estas dificultades y pasar de uno a otro para expresarse en el adecuado. Una lengua servía para hablar hacia el exterior y la otra hacia el interior; siendo dulce la primera y amarga la segunda; pulida y áspera respectivamente; una visible y la otra pegada al paladar. Y ya se las arreglaba cada cual, según  las circunstancias que lo rodeasen, para saber si debía sacarla o esconderla, descubrirla o taparla.

[…]

En realidad, un pueblo nunca se rebela porque lleve a sus espaldas un fardo muy pesado, nunca se rebela porque se le explote, pues no conoce la vida sin explotación, no sabe que tal vida existe, y ¿cómo se puede desear algo que no cabe en nuestra imaginación? Un pueblo sólo se rebela cuando alguien de repente intenta cargarle con otro fardo. Entonces el campesino no aguantará más; caerá de bruces en el fango, pero se pondrá de pie de un salto y asirá el hacha. Y, tened en cuenta, señor, que lo hará no porque ya no pueda sostener esa segunda carga, no, ¡aún tendría fuerzas para soportarla! El campesino saltará porque tendrá la sensación de que tú, al echarle subrepticiamente y de sopetón un fardo más sobre los hombros, has intentado engañarlo, lo has tratado como un animal, has pisoteado el resto de su dignidad, ya de por sí pisoteada, y lo has tomado por un idiota, que nada ve, nada siente y nada comprende. El hombre empuña el hacha no en defensa de su bolsillo sino en defensa de su condición de ser humano.  Creedme, señor, así es, y por eso Su Majestad reprendió a los funcionarios que por comodidad y vanidad propias, en lugar de ir aumentando las cargas poco a poco dosificándolas en pequeños saquitos, lanzaron, arrogantes, todo un enorme saco sobre las espaldas de los campesinos. Acto seguido -y en aras de la futura paz del Imperio- Nuestro Señor obligó a aquellos funcionarios a que sin chistar se pusieran a coser saquitos y los añadieran a la carga haciendo una pequeña pausa entre uno y otro, no sin observar muy atentamente los rostros de los que cargaban con ellos y comprobar si aguantaban o no su peso un ratito más, si podían añadir todavía un poquito o debían darles un respiro. Reparad, señor mío, que todo el arte consistía en no hacer las cosas a ciegas, de manera burda y ruda y arrasando con todo, sino en leer en las caras, con bondad y cariño, cuándo se podía cargar un poco la mano y cuándo no, cuándo era posible apretar y cuándo se debía aflojar. Transcurrido algún tiempo, cuando la tierra ya había absorbido la sangre y el viento disipado el humo, los funcionarios, siguiendo las indicaciones del Monarca, volvieron a aumentar los impuestos pero esa vez dosificándolos, enganchando saquito a saquito, suave y cautelosamente, y los campesinos lo soportaron todo y no vieron en ello ofensa alguna.

[…]

Haile Selassie tenía una personalidad compleja: para unos resultaba encantador, en otros despertaba odio; unos le adoraban, otros le maldecían. Gobernaba un país en que se conocían sólo los métodos más crueles de lucha por el poder (o por mantenerlo), en el que las elecciones libres eran sustituidas por el puñal y el veneno, y la discusión, por el disparo y la horca. Era un producto de esta tradición; él mismo echaba mano de ella. Y, al mismo tiempo, comprendía que había en ello una cierta inviabilidad, una total falta de puntos de contacto con el mundo nuevo. Sin embargo, no podía cambiar el sistema que lo mantenía en el poder, y el poder era para él lo más importante. De ahí la necesidad de refugiarse en la demagogia, en el ceremonial, en los discursos cesáreos sobre el desarrollo, tan carentes de sentido en Etiopía, el país de la miseria más espantosa y de la ignorancia más atroz. Era un personaje muy simpático, un político perspicaz, un padre trágico, un avaro patológico; condenaba a muerte a inocentes e indultaba a culpables por simples caprichos del poder, sin más: laberintos de la política de palacio, ambigüedades, oscuridad que nadie es capaz de escrutar.

[…]

Luego hazte la pregunta: ¿dónde está ahora todo esto? Humo, cenizas, leyenda; o, tal vez, ya ni siquiera leyenda. (Marco Aurelio: Meditaciones)

[…]

Y teníamos, querido amigo, una prensa muy leal, de una lealtad ejemplar, diría yo. Tampoco es que fuera una prensa excesivamente importante, a decir verdad, puesto que para treinta millones largos de súbditos se imprimían diariamente veinticinco mil ejemplares de periódicos, pero Nuestro Señor opinaba que incluso la prensa más adicta no debía aparecer en abundancia, pues tal exceso con el tiempo podría crear el hábito de leer y de ahí no hay más que un paso al hábito de pensar, y ya se sabe la de disgustos, sinsabores, tormentos y quebraderos de cabeza que esto acarrea. Porque una cosa puede estar escrita con lealtad pero ser leída sin ella; alguien empezará leyendo escritos leales pero después querrá alguno desleal, y de esta manera entrará en un camino que lo irá alejando del trono, desviará su atención del desarrollo y lo conducirá hasta los alborotadores. No, rotundamente no, Su Majestad no podía permitir tamaño desvarío y descarriamiento, y por eso no era, ni mucho menos, un entusiasta de la lectura excesiva.

[…]

La persona sometida al hambre durante toda su vida no se rebelará. No hubo rebelión alguna en el norte. Allí nadie levantó ni la voz ni la mano. Pero apenas dejas que el súbdito tenga comida suficiente, se te sublevará en cuanto intentes quitarle su cuenco. La ventaja del ayuno consiste en que el hambriento sólo piensa en la olla, todos sus sentidos se concentran en cómo llenar la panza, pierde en ello lo que le queda de fuerzas y ya no tiene voluntad ni cabeza para buscar el goce en la tentación de la desobediencia. Piensa tan sólo en quién nos ha destruido el imperio. ¿Quién lo redujo a cenizas? Ni los que tenían mucho ni los que no tenían nada sino aquellos que tenían un poco. Oh sí, hay que guardarse siempre de los que tienen un poco, porque constituyen la fuerza más negativa, la más voraz, son ellos los que pugnan hacia arriba con mayor insistencia.

Ryszard Kapuscinski: El emperador (Anagrama)

Más de Kapuscinski en OTRA FORMA DE MIRAR

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Esta entrada fue publicada el octubre 23, 2009 a las 7:57 pm. Se guardó como Lecturas, Narrativa y etiquetado como , , , , . Añadir a marcadores el enlace permanente. Sigue todos los comentarios aquí gracias a la fuente RSS para esta entrada.

4 pensamientos en “El emperador

  1. Pingback: Identidad y mentiras « Cuadernos de Etiopía

  2. laplantasanta en dijo:

    ………..mentiras, unas tras otra.

  3. ……pues si son mentiras unas tras otras, quiere decir todas, las que estan escritas en este blog y en ese «libro».

    Lee el Kebra Nagast, entoces veras la verdad.

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