Mientras la medida del tiempo se infiltraba en todos los recovecos de la vida, los satíricos bromeaban acerca de la devoción europea por el reloj. En Los viajes de Gulliver (1726), los liliputienses, al ver que Gulliver consultaba su reloj con tanta frecuencia, llegaron a la conclusión de que debía ser su dios.
La misma naturaleza del tiempo también parece haber cambiado. En los tiempos antiguos, la Biblia enseñaba que «hay una época para cada cosa y un tiempo para cada propósito bajo el cielo», un tiempo para nacer, morir, sanar, llorar, reír, amar, y así sucesivamente. Cervantes observó en Don Quijote «que no son todos los tiempos unos». Sin embargo, en un mundo que no para las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana, todos los tiempos son iguales: pagamos las facturas un sábado y vamos de compras el domingo, nos llevamos el ordenador portátil a la cama, trabajamos de noche, desayunamos a deshora… Nos burlamos de las estaciones comiendo fresas importadas en pleno invierno y bollos de Semana Santa durante todo el año. Con los teléfonos móviles, las Blackberrys, los buscapersonas e Internet, ahora todo el mundo y todas las cosas están permanentemente a mano.
Algunos opinan que una cultura de actividad permanente puede hacer que la gente se sienta menos apresurada al darle la libertad de trabajar y hacer gestiones cuando lo desee. Esto es ilusorio. Una vez se han borrado los límites, la competencia, la codicia y el temor nos estimulan a aplicar el principio de que el tiempo es oro a cada momento del día y de la noche. Por ello ni siquiera el sueño es ya un refugio de la prisa.
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La pintura, la escultura, cualquier acto de creación artística, tienen una relación especial con la lentitud. Como observó cierta vez el escritor estadounidense Saul Bellow: «El arte tiene algo que ver con el logro de la inmovilidad en medio del caos. Una quietud que caracteriza… al ojo de la tormenta… la atención detenida en medio de la distracción.»
Carl Honoré: Elogio de la lentitud (RBA)
me gustó mucho esto último.