
Ramón Masats: Neutral Corner, 1962
Esta tarde participaré en el foro PHotoEspaña junto a Semíramis González, Jorge Yeregui y Aitor Lara. El encuentro se llama Fotografía documental vs. Fotografía de autor y hoy he soñado que la cita era en un cuadrilátero. Weegee nos hacía las fotos protocolarias antes del combate y, entre flashazo y flashazo, me daba cuenta de que había olvidado mis guantes. Rápidamente, envolví mis nudillos con los recortes de unas fotografías de Cartier-Bresson, me rasgué la camiseta e improvisé unos guantes que acolché con las páginas dobladas del New York de William Klein -un arma secreta de gran calibre, pues por todos es sabido que las imágenes de Klein reparten hostias como panes.
Subí al ring y comencé a repartir fotografía directa a la mandíbula, un intercambio de golpes que me hizo coger confianza y que continúo hasta el sonido de la campana. En ese momento me senté en la esquina y un entrenador apellidado Brodovitch comenzó a dibujar con sus manos los espacios de la lona por los que debía moverme para neutralizar los ataques de mi rival. Aplicó unas gasas sobre mis ojos doloridos y, al cerrarlos, contemplé a una ascensorista borrosa que se giraba hacia mí en silencio. Al abrirlos, Vivian Maier paseaba con el número del asalto en una tablilla y, al finalizar su ronda, el árbitro hizo continuar el combate. Comencé con la misma estrategia que antes pero mi rival se defendía mejor y apenas llegaba a rozarle. Decidí concentrar mis golpes en su estómago invocando en cada golpe a Diane Arbus. De nuevo sonó la campana. Me derrumbé en el taburete y al girar la vista creí ver entre el público a un hombre impasible, cubierto de abejas, calvo y desnudo. Apenas hubo descanso. Salté como un resorte y le dije a mi rival: te amo. El puñetazo que recibí al pronunciar la segunda palabra me hizo probar la lona por primera vez, y no sería la última. Avergonzado por mi debilidad, me pasé todo el asalto rehuyendo el combate, soportando los pitidos del público, deseando que nadie estuviera grabando aquel desastre y, por encima de todo, que la cinta de la vergüenza nunca llegase a los ojos de Richard Avedon. En el cuarto asalto probé la lona tres veces. En el quinto, otras cuatro. Al sentarme en la esquina apareció Szarkowski que remendó mis guantes con unas fotografías de Eggleston. Al saltar de nuevo al ring, el rival pareció desconcertado. Aproveché sus dudas para conectar una serie de ganchos que le hicieron sentirse vulnerable. Cuando sonó de nuevo la campana, supe que la suerte había cambiado de lado. En un pasillo, un hombre tropezaba y de su maletín abierto comenzaron a volar páginas en blanco. El videomarcador interrumpía la señal de vídeo para mostrar una sucesión de imágenes en blanco y negro de estructuras industriales de algún lugar de Alemania. El siguiente asalto fue el último. Al enlazar dos crochets seguidos, mi rival se desplomó y no volvió a levantarse. No entendía nada. Se suponía que era eso lo que yo tenía que hacer en el noveno asalto. El público enloquecía, pero en las primeras filas todos callaban: aunque habían aprendido a disimular, los expertos sabían que el combate estaba amañado. El juez levantó mi brazo, soporté una lluvia de flashes y me metí en el vestuario. Atranqué la puerta con una silla, me cambié de ropa, cogí mi cámara y salí por una ventana que daba a un callejón donde me esperaba un coche negro. Entré por la puerta de atrás y Fontcuberta, al volante, me preguntó dónde vamos. Llévame a un parking o a una gasolinera. Llévame a ver cada edificio de Sunset Strip. Llévame a un cine a cielo abierto o a una carretera secundaria. Llévame a una feria en la noche de Colorado. Llévame delante de una chica que toma un refresco sobre el capó de un coche. Llévame a conocer a las hermanas Nixon. Llévame a un callejón en el centro de Tokio. Y después, llévame a una página web, donde nadie me encuentre.
Magnífico. Gracias.
Gracias a ti. Un saludo desde Madrid